G. I. GURDJIEFF
—Pero volvamos ahora a los seres tricerebrados que habitan el planeta Tierra, puesto que son ellos los que más te han interesado, mereciendo que los llamaras «zánganos».
Por lo pronto, me apresuraré a manifestarte cuan contento estoy de que te halles a una gran distancia de aquellos seres tricentrados a quienes osaste llamar con un nombre tan «injurioso para su dignidad», y también celebro que sea altamente improbable que lleguen a enterarse de ello alguna vez.
¿Sabes acaso, por ventura, tú, un niño apenas; tú, pequeño «nadie» todavía inconsciente de ti mismo, lo que ellos te habrían hecho, especialmente los seres contemporáneos, si hubieran oído lo que de ellos dijiste? ¿Lo que te hubieran hecho si hubieras estado con ellos y hubieran podido capturarte? El mero hecho de pensarlo me llena de horror.
En el mejor de los casos te habrían dado tal zurra, que, como dice nuestro Mullah Nassr Eddin, «no hubieras recobrado tus sentidos antes de la primera cosecha de abedules».
En todo caso, te aconsejo que en cualquier ocasión que emprendas algo nuevo bendigas siempre al Destino y le ruegues que se muestre misericordioso contigo y que siempre te proteja, impidiendo que los seres del planeta Tierra lleguen a sospechar nunca que tú, mi bienamado y único nieto, osaste llamarlos «zánganos».
Sabrás que durante el tiempo en que tuvieron lugar mis observaciones desde el planeta Marte, así como en los períodos en que viví entre ellos, tuve ocasión de estudiar la psiquis de estos extraños seres tricerebrados en forma sumamente completa, de modo que sé perfectamente lo que ellos harían con cualquiera que se atreviese a ponerles tal mote.
Claro está que sólo fue por ingenuidad infantil por lo que los llamaste así; pero los seres tricerebrados que habitan aquel planeta peculiar, especialmente los contemporáneos, no discriminan esas pequeñas sutilezas.
Quién los injurió, por qué, y en qué circunstancias es todo lo mismo para ellos. Se les ha dado un nombre que ellos consideran injurioso y eso basta.
La discriminación en tales asuntos equivale simplemente, de acuerdo con lo que la gran mayoría de ellos entiende (para expresarlo con sus propias palabras), a «perder el tiempo».
Sea como fuere, en todo caso te apresuraste un poco, al darles tan ofensivo nombre a los seres tricerebrados que habitan el planeta Tierra; en primer lugar, porque me has hecho temer por ti, y en segundo lugar, porque te has granjeado una permanente amenaza para el futuro.
La cuestión es ésta: pese a que, como ya dije, te encuentras a gran distancia de ellos y, por lo tanto, no pueden apoderarse de ti para castigarte personalmente, bien podría suceder que de alguna forma imprevista llegaran a saber, incluso de vigésima mano, que los habías insultado y entonces sí podrías estar seguro de un verdadero «anatema» de su parte, y la magnitud de este anatema habría de depender, sin duda, de los intereses que acertasen a ocuparlos en ese momento dado.
Quizá valga la pena que trate de enseñarte cómo se hubieran comportado los del planeta Tierra si hubieran sabido el insulto de que los habías hecho objeto. Esta descripción será un excelente ejemplo para ayudarte a comprender el extraño carácter del psiquismo de estos seres tricerebrados que han despertado tu interés.
Irritados por el incidente, es decir, por la impensada injuria de que los habías hecho víctimas y si ningún interés igualmente absurdo los hubiera preocupado en esos momentos, seguramente habrían decidido efectuar, en un lugar elegido de antemano, con individuos invitados de antemano, todos ellos vestidos, por supuesto, con trajes especialmente diseñados para tales ocasiones, lo que se llama un «consejo solemne».
En primer lugar, hubieran elegido para este «consejo solemne», un individuo de entre ellos, llamado «presidente», encargado de dirigir el «juicio».
Para empezar, te hubieran «despedazado», como dicen allí, y no solamente a ti sino también a tu padre, a tu abuelo y al resto de tus ascendientes, sin parar hasta Adán.
Si ellos hubieran decidido entonces —como siempre, por supuesto, por una mayoría de votos— que eras culpable, te habrían sancionado con arreglo a las disposiciones contenidas en un Código de leyes, basadas en «pantomimas» anteriores semejantes, realizadas por seres llamados «viejos fósiles».
Pero si llegara a suceder que, por mayoría de votos, no encontraran nada delictivo en tu actitud —aunque esto sólo raramente ocurre entre ellos— entonces todo este «juicio»
terrestre, asentado detalladamente por escrito y firmado por la totalidad del consejo, sería despachado... ¿Quizás creas que al cesto de los papeles? ¡Pues no!; lejos de ello, sería enviado inmediatamente a los peritos pertinentes; en este caso, a lo que se llama un «Santo Sínodo» donde habría de repetirse el mismo procedimiento, sólo que ahora serías juzgado por individuos «importantes» del planeta.
Al fin de este verdadero «perder el tiempo» habrían de llegar al punto principal, es decir, que el acusado está fuera de su alcance.
Pero es precisamente en este punto donde surgiría el principal peligro para tu persona; pues cuando ellos supieran con toda certeza que no pueden apoderarse de ti, habrían de decidir unánimemente ni más ni menos que, como ya te dije, «anatematizarte».
¿Y sabes tú lo que eso significa y cómo se lleva a cabo?
—¡No!
—Entonces escucha y tiembla.
Los individuos más «importantes» decretarían que todos los demás seres, en los establecimientos destinados a ese efecto, como por ejemplo las llamadas «iglesias», «capillas», «sinagogas», «municipios», etc., atendiesen las ceremonias realizadas por ciertos funcionarios especiales que habrían de desearte en el pensamiento algo por el estilo de esto:
Que perdieses tus cuernos, que tu pelo se tornase gris prematuramente, o que los alimentos contenidos en tu estómago se convirtieran en clavos de ataúd, o que la lengua de tu futura mujer triplicara su tamaño, o que, cuando quiera que acertases a tomar un bocado de tu pastel preferido, se convirtiese éste inmediatamente en «jabón», y así indefinidamente.
¿Comprendes ahora los peligros a que te exponías cuando llamaste «zánganos» a estos remotos engendros? Concluyendo así su discurso, Belcebú dedicó una cariñosa sonrisa a su nieto favorito.
capitulo 11 de RELATOS DE BELCEBU A SU NIETO