G. I. GURDJIEFF
Entre otras convicciones formadas en mi presencia común a lo largo de mi vida responsable y tan peculiarmente configurada, existe la convicción indudable de que en todo tiempo y en todo lugar de la tierra, entre personas de toda clase de evolución del entendimiento y de toda forma de manifestación de los factores que engendran en su individualidad todos los tipos de ideales, existe la tendencia adquirida, al emprender algo nuevo, de pronunciar invariablemente de viva voz, o si no, al menos mentalmente, esa definida expresión al alcance de todos, incluso de los menos instruidos, que en las distintas épocas ha encontrado formas acordes para su formulación y que actualmente expresamos con las siguientes palabras: «En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, Amén.»
Esta es la razón por la cual yo también, ahora, al lanzarme a esta aventura totalmente nueva para mí —me refiero a la creación literaria— voy a empezar por pronunciar esta expresión y, lo que es más, por pronunciarla, no sólo en voz alta, sino incluso con toda claridad y con una plena (según la definían los antiguos Tolositas) «entonación totalmente manifestada»; con esa plenitud, por supuesto, que sólo puede florecer en mi totalidad, de los datos ya formados y perfectamente arraigados en mí para dicha manifestación; datos que se forman generalmente en la naturaleza del hombre —dicho sea de paso— durante su edad preparatoria y que más tarde, durante su vida responsable, engendran en él la capacidad para la manifestación de la naturaleza y la vivificación de dicha entonación.
Habiendo comenzado así, pues, puedo ahora sentirme perfectamente tranquilo e incluso podría llegar a tener la seguridad de que, de acuerdo con las ideas de moralidad religiosa aceptadas por mis contemporáneos, todo cuanto acontezca a partir de ahora en esta nueva aventura mía, habrá de desarrollarse armoniosamente y sin violencia o, como dicen algunos, «como una pianola».
En todo caso, éste es el comienzo; en cuanto al resto, por ahora sólo puedo decir, como decía el ciego, «ya veremos».
Antes que nada, voy a poner mi propia mano, además la derecha, que —si bien se halla momentáneamente lesionada debido al contratiempo que no hace mucho me sobrevino— no deja por ello de ser realmente mi propia mano que nunca jamás en toda mi vida me ha abandonado, sobre el corazón —claro está que también el mío—, (sobre cuya constancia o inconstancia no considero necesario explayarme aquí) para confesar con franqueza que personalmente, no tengo el menor deseo de escribir, pero circunstancias imperiosas, totalmente ajenas a mí me han forzado a hacerlo y yo mismo no sé si esas circunstancias surgieron por accidente o fueron creadas intencionalmente por fuerzas extrañas. Lo que sí sé es que dichas circunstancias no me impulsan a escribir cualquier cosa, por ejemplo, una de esas lecturas que sirven para dormimos después de habernos acostado, sino pesados y voluminosos tratados.
Pero sea como fuere, voy a comenzar...
¿Pero con qué comienzo?
¡Ah, demonios! ¿Será posible que otra vez se repita aquí la desagradabilísima y altamente extraña sensación que acerté a experimentar hace unas tres semanas, cuando ordenaba mis pensamientos a fin de elaborar el lineamiento general de las ideas destinadas a la publicación, y tampoco supe cómo habría de comenzar?
La sensación entonces experimentada sólo podría expresarla ahora con estas palabras: «el temor de ahogarme en la marea de mis propios pensamientos.»
A fin de poner término a esa indeseable sensación podría haber recurrido aún entonces a la ayuda de esa maléfica propiedad que también existe en mí, al igual que en mis contemporáneos, y que ha llegado a ser inherente a todos nosotros, la cual nos permite, sin que experimentemos el más mínimo remordimiento de consciencia, postergar cualquier cosa que debamos hacer, dejándola «para mañana».
En mi caso particular, esto podría haberme resultado sumamente fácil, puesto que antes de iniciar la elaboración efectiva de estos escritos, podía suponer que contaba todavía con muchísimo tiempo: pero esto no es así ya, y debo, por consiguiente, comenzar sin desmayos y, como suele decirse, «aunque reviente».
¿Pero con qué comienzo...?
¡ Hurra! ... ¡ Eureka!
Casi todos los libros que he acertado a leer en mi vida comenzaban con un prefacio. De modo que en este caso, también yo debo empezar con algo por el estilo.
Digo «por el estilo», debido a que, en general, en el transcurso de mi vida, desde el momento en que comencé a distinguir un varón de una niña, nunca hice nada, absolutamente nada, como lo hacen los demás, bípedos destructores de los bienes dela Naturaleza. Por lo tanto, debo ahora, al escribir —y quizás esté incluso, en principio, obligado a ello— comenzar en forma distinta a aquella en que lo hubiera hecho cualquier otro autor.
En todo caso, dejando de lado el prefacio convencional, voy a comenzar simplemente con una Advertencia.
Esta forma de iniciar la obra será sumamente juiciosa de mi parte, si no por otra razón, simplemente porque no se hallará en contradicción con mis principios —ya sean éstos orgánicos o psíquicos— ni tampoco con ninguna de mis normas «arbitrarias» de conducta; al tiempo que también será honesta —claro está que honesta en el sentido objetivo— porque tanto yo mismo como todos los demás que me conocen a fondo, habrán de esperar con absoluta certeza que, debido a mis escritos, desaparezca por completo en la mayoría de los lectores, en forma inmediata y no gradual —como tarde o temprano ha de ocurrir con el tiempo a toda la gente— toda la «riqueza» que atesoran, ya sea que les fuera transmitida por herencia o que la hubieran ganado con su trabajo, bajo la forma de conceptos tranquilizadores que sugieran ensueños sencillos, así como hermosas representaciones de sus vidas en el momento actual y en los tiempos por venir.
Los escritores profesionales suelen redactar estas introducciones dirigiéndose al lector por medio de toda clase de frases grandilocuentes, «melosas» e «infladas».
Sólo en este punto habré de seguir su ejemplo, empezando yo también con algunas frases dirigidas al lector, pero tratando de no hacerlas demasiado «azucaradas», como aquellos suelen hacerlo por razón especialmente de su maligna sabihondez, mediante la cual deslumbran la sensibilidad de los lectores más o menos normales.
Por lo tanto... mis queridos, honorabilísimos, voluntariosos y —claro está— pacientes Señores y mis estimadísimas, encantadoras e imparciales Señoras —perdonadme, olvidaba lo más importante— ¡mis de-ningún-modo histéricas Señoras!
Tengo el alto honor de informaros que si bien, debido a ciertas circunstancias surgidas en una de las últimas etapas del proceso de mi vida, me dedico actualmente a escribir libros, no sólo jamás he escrito libro alguno durante toda mi vida ni trabajos de esos que llaman «artículos», sino que tampoco he escrito siquiera una carta donde fuera inevitable observar lo que se llaman «reglas gramaticales» y, en consecuencia, aunque estoy a punto de convertirme en escritor profesional, como no he tenido en absoluto práctica alguna en lo concerniente a todas las reglas y procedimientos profesionales establecidos, o en lo concerniente a lo que suele llamarse la «lengua literaria de buen tono», me veo forzado a escribir en forma totalmente distinta a la que los «escritores patentados» suelen usar, forma ésta con la cual el lector debe hallarse tan familiarizado como con su propia cara.
A mi entender, tu principal inconveniente, lector, en este caso, quizás se deba principalmente al hecho de que ya en la más temprana infancia, implantaron en tu ser, armonizándose más tarde en forma ideal con tu psiquismo general, un excelente automatismo funcional para percibir cualquier clase de impresiones nuevas; y gracias a esta «bendición» no necesitas ahora, durante tu vida responsable, realizar el menor esfuerzo individual en ese sentido.
Si he de hablar con franqueza, diré que yo, en mi interior, discierno personalmente el centro de mi confesión, no en mi falta de conocimientos, acerca de todas las reglas y procedimientos seguidos por los escritores, sino en mi carencia de lo que he llamado «lengua literaria de buen tono», invariablemente exigida en la vida contemporánea, no sólo a los escritores, sino también a cualquier mortal ordinario.
En cuanto a aquélla, es decir, a mi falta de conocimientos acerca de las diferentes reglas y procedimientos literarios, debo declarar que no me preocupa mucho.
Y si no me preocupa, ello se debe a que esta «ignorancia» ya ha ingresado a la vida de la gente, entrando a formar parte de cierto orden de cosas. Así surgió esta bendición que ahora florece por toda la superficie dela Tierra , gracias a esa nueva y extraordinaria enfermedad que en los últimos veinte o treinta años, por una u otra razón, ha hecho presa especialmente en la mayor parte de aquellas personas —pertenecientes a cualquiera de los tres sexos— que acostumbran a dormir con los ojos entreabiertos y cuyos rostros constituyen suelo fértil para el crecimiento de toda clase de granos.
Esta extraña enfermedad se manifiesta en que, si el paciente tiene algo de literato y se le pagan tres meses de sueldo por adelantado, él (ella o ello) empieza a escribir invariablemente, o bien un «artículo», o un libro entero.
Puesto que conozco perfectamente esta nueva enfermedad humana y su epidémica difusión sobrela Tierra , tengo derecho, como vosotros comprenderéis, a suponer que estaréis «inmunizados» —tal como dicen los «doctores»— y que, por lo tanto, no os indignaréis demasiado por mi ignorancia de las reglas y procedimientos literarios.
Puesto que así lo entiendo, me siento íntimamente inclinado a convertir mi ignorancia de la lengua literaria en el centro de gravedad de mi advertencia.
Como autojustificación, o quizás también para atemperar la censura de vuestra consciencia vigilante con respecto a mi desconocimiento de este idioma indispensable para la vida contemporánea, considero necesario declarar, con el corazón pleno de humildad y con las mejillas rojas por el rubor de la vergüenza, que si bien a mí me enseñaron este idioma en mi infancia, y si bien algunos de mis mayores que me prepararon para la vida responsable me obligaron constantemente —sin ahorrar ni perdonar» ningún medio intimidatorio— a «aprender de memoria» la hueste de diversos «matices» que componen en su totalidad esta «delicia» contemporánea, no obstante, desgraciadamente — por supuesto— para vosotros, de todo aquello que aprendí de memoria, nada perduró para salir a la luz en mis actuales actividades de escritor.
Y nada perduró, según lo comprendí claramente hace poco tiempo, no por falta alguna de mi parte o por culpa de mis viejos y respetados —o no respetados— maestros, sino porque todo este trabajo humano fue realizado inútilmente debido a un suceso inesperado y completamente excepcional que aconteció en el momento en que hice mi aparición en esta Tierra de Dios; hecho que consistió en que —como cierto ocultista famoso en Europa me explicó después de una minuciosa investigación «psico-astrológica», según se llaman estas investigaciones— en ese preciso momento, a través del agujero abierto en el vidrio de la ventana por nuestro chivo rengo enloquecido, cayó una lluvia de vibraciones sonoras procedentes del fonógrafo Edison de un vecino, mientras la partera paladeaba en la boca una tableta saturada de cocaína de origen germano que, además, no era «Ersatz», saboreando la mencionada tableta alegremente, al compás de los sonidos que entraban por el vidrio roto.
Aparte de este hecho, de por sí raro para la gente normal, mi situación actual se deriva también de que tiempo más tarde, durante las etapas preparatoria y adulta de mi vida —como llegué a saber después de largas reflexiones, debo confesarlo, siguiendo el método del profesor alemán Herr Stumpsinschmausen— siempre evité instintiva y automáticamente (a veces, incluso, conscientemente), emplear, por principio, ese idioma para el trato con los demás. Y semejante trivialidad, quizá no tan trivial, la manifesté gracias nuevamente a tres datos que se configuraron en mi totalidad durante la edad preparatoria, datos éstos sobre los cuales pienso informaros más adelante en este mismo capítulo de mis escritos.
Como quiera que ello haya sido, el hecho real, iluminado por los cuatro costados como un anuncio publicitario norteamericano, y que no puede ya ser alterado por fuerza alguna, es que, repito, si bien hasta hace poco me consideraban un maestro bastante bueno de danzas sagradas, me he convertido ahora en escritor profesional y tengo el firme propósito de escribir en abundancia —ha sido característica mía desde la infancia hacerlo todo siempre «largo y tendido»—; sin embargo, pese a que carezco, como veis, de la práctica automáticamente adquirida y automáticamente expresada necesaria para la tarea, me veré forzado a escribir todo cuanto he meditado en el simple idioma ordinario de todos los días, impuesto por la vida, sin ningún rebuscamiento literario y sin «sabihondeces gramaticales».
¡Pero la medida no ha sido colmada todavía!... Puesto que todavía no he decidido la cuestión más importante de todas, a saber, en qué idioma he de escribir.
Aunque empecé a escribir en ruso, en ese idioma, sin embargo, según diría el más sabio de los sabios, Mullah Nassr Eddin, en ese idioma, no se puede llegar muy lejos.
(Mullah Nassr Eddin o como también suele llamársele, Hodja Nassr Eddin, es poco conocido, al parecer, en Europa y América, pero es muy famoso en todos los países del continente asiático; este legendario personaje equivale al Tío Sam de los norteamericanos o al Till Eulenspiegel de los alemanes. Muchos cuentos populares en Oriente, afines a los sabios aforismos, algunos de origen antiguo y otros más recientes, fueron atribuidos y se atribuyen todavía a este Nassr Eddin.)
El idioma ruso, no puede negarse, es excelente. Hasta creo que me gusta, pero... solamente para contar anécdotas o para utilizarlo cuando uno alude a su parentela.
El ruso es como el inglés; este último es también excelente, pero sólo para discutir en las «salas de fumar», sentados en un sillón con las piernas estiradas sobre otro, acerca de la carne congelada australiana o, en ciertas ocasiones, de la cuestión hindú.
Estos dos idiomas son como el plato conocido en Moscú con el nombre de «sollanka», en el cual hay de todo salvo tú y yo; a decir verdad, todo lo que uno pueda desear e incluso, el «Cheshma»[1], de Sheherezade.
También debo decir que a raíz de todo tipo de factores accidentales, o quizás no tan accidentales, que influyeron sobre mi juventud, tuve que aprender —por lo demás con la mayor seriedad y siempre, por supuesto, por autoimposición— a hablar, leer y escribir gran número de idiomas, llegando a dominarlos hasta tal punto, que si al seguir esta profesión tan inesperadamente impuesta sobre mí por el Destino, decidiese no sacar partido del «automatismo» que se adquiere con la práctica, quizás pudiera escribir en cualquiera de ellos. Pero si he de utilizar juiciosamente este automatismo automáticamente adquirido que tan fácil se ha vuelto gracias a una larga práctica, entonces deberé escribir en ruso o en armenio porque las peripecias de mi vida durante las dos o tres últimas décadas fueron tales que me vi obligado a usar en el trato social con la demás gente los dos idiomas, volviéndome por consiguiente, altamente diestro en su manejo automático.
¡Ah, diablos!.., aun siendo así las cosas, uno de los aspectos de mi psiquismo peculiar, insólito para el hombre medio, ha empezado ya a atormentar todo mi ser.
Y la principal razón de esta infelicidad que se ha apoderado de mí en edad ya madura, proviene del hecho de que ya en la infancia recibí en mi peculiar psiquismo, junto con otras muchas inutilidades perfectamente superfluas para la vida contemporánea, un patrimonio tal que siempre, y en todas las cosas, me impulsa automática y unánimemente a actuar de acuerdo tan sólo con la sabiduría popular.
En el caso actual, como siempre me sucede en otras ocasiones similares de la vida tan indefinidas como ésta, me viene a la mente ese aforismo de la sabiduría popular que ya regulaba las vidas de los pueblos más antiguos y que ha pasado de boca en boca hasta nuestros días, en la siguiente expresión:
«Todas las varas tienen siempre dos puntas.»
Al tratar por primera vez de comprender el pensamiento esencial y realmente significativo oculto detrás de esta extraña fórmula verbal, debe surgir ante todo, a mi entender, en la consciencia de todo hombre más o menos sano mentalmente, la impresión de que, en la totalidad de las ideas sobre las que se basa y de las que debe fluir la sensata noción de este dicho, reside la verdad —conocida por todo el mundo desde hace siglos—, de que toda causa que obre en la vida del hombre, procedente de cualquier fenómeno, como uno de los dos efectos opuestos de otras causas, se halla necesariamente estructurada, a su vez, en dos efectos completamente opuestos; es decir, por ejemplo, que si «algo» procedente de dos causas diferentes genera la luz, también deberá generar, inevitablemente, un fenómeno opuesto, esto es, la oscuridad; de este modo, si un factor genera en el organismo de un ser vivo un impulso de satisfacción palpable, también generará, necesariamente, una correspondiente insatisfacción, también palpable por supuesto, y así sucesivamente, siempre y en todas las cosas.
Teniendo pues, presente, en mi propio caso, este aserto popular formado a través de varios siglos y objetivado por la idea de una vara, la cual tiene en verdad, según se dijo, dos extremos, siendo el uno bueno y el otro malo, si me decido a valerme del automatismo antes mencionado adquirido por mí sólo gracias a una larga práctica, claro está que será para mí un gran bien; pero de acuerdo con aquel aforismo, en el lector tendrá precisamente el efecto opuesto; y qué es lo contrario del bien, cualquiera que no sufra de hemorroides podrá comprenderlo fácilmente.
En suma: si valiéndome del privilegio, tomo la vara por el extremo bueno, entonces el extremo malo habrá de caer inevitablemente «sobre la cabeza del lector.»
Y es bien factible que eso suceda, debido a que las —por así llamarlas— «filigranas» de los problemas de la filosofia no pueden expresarse en ruso, y es mi intención detenerme frecuentemente a considerar esos problemas en el curso de esta obra; en cuanto al armenio, si bien este idioma se prestaría bastante bien a este propósito, para desgracia de todos los armenios contemporáneos, el empleo de este idioma para los asuntos contemporáneos se ha vuelto ya completamente impracticable.
A fin de aliviar el dolor procedente de la íntima herida que este hecho me produce, debo declarar que en mi juventud, cuando comencé a interesarme en los problemas filológicos, dedicándoles a ellos todo mi tiempo, prefería el idioma armenio a cualquier otro, incluida mi lengua materna.
Este idioma era entonces mi favorito debido, principalmente, a su originalidad y a que no tenía nada en común con los idiomas vecinos y afines.
Como dicen los «filólogos» eruditos, todas sus tonalidades eran otras tantas características peculiares del mismo y, a mi entender, incluso entonces concordaba perfectamente con la psiquis del pueblo que integraba aquella nación.
Pero el cambio sufrido por este idioma durante los últimos treinta o cuarenta años, del cual yo he sido testigo, ha sido tan profundo, que en lugar de poseer ahora una lengua independiente y original heredada desde un pasado remoto, tenemos en la actualidad una jerga que, si bien es original e independiente como su antecesora, constituye sin embargo una «especie de bufonesco popurrí de idiomas», la totalidad de cuyas consonancias, al ser percibidas por el oído de un interlocutor más o menos consciente y comprensivo, suenan exactamente como los «tonos» del turco, persa, francés, kurdo y ruso, en una confusión de ruidos inarticulados e indigeribles.
Casi otro tanto podría decirse de mi lengua materna, el griego, que hablaba en mi infancia y que todavía conserva para mí el «sabor del poder asociativo automático». Me atrevo a decir incluso, que actualmente podría expresar cualquier cosa en griego; pero emplearlo para escribir es para mí imposible, por la simple razón, bastante cómica por lo demás, de que es necesario que alguien traduzca luego mis escritos a otras lenguas. Pero si los escribiera en griego, ¿quién podría hacer esta tarea?
Se puede asegurar sin temor a equivocarse que incluso el mejor experto en griego moderno no comprendería absolutamente nada de lo que yo pudiera escribir en la lengua materna que aprendí en mi infancia, debido a que mis queridos «compatriotas», por así llamarlos, inflamados con el deseo de parecerse a toda costa a los representantes de la civilización contemporánea también en su conversación, han tratado a mi amada lengua materna durante estos treinta o cuarenta años exactamente de la misma forma en que los armenios, ansiosos de imitar a la aristocracia rusa, trataron a la suya.
La lengua griega, cuyo espíritu y esencia me fueron transmitidos por la herencia, y el idioma que actualmente habla el pueblo griego se parecen tanto como, según la expresión de Mullah Nassr Eddin, «un clavo a un réquiem».
¿Qué haremos entonces? ¡Ay, ay!... no te aflijas, estimado consumidor de mis «sabihondeces». Si tan sólo dispusiera de abundante Armagnac francés y de «bastournia khaizariana», no tardaría en encontrar una salida incluso para situación tan dificil.
En esto soy zorro viejo.
Tan a menudo me ha tocado vivir situaciones dificiles y luego tuve que desembarazarme de ellas, que esto ya se ha convertido en una costumbre para mí.
En cuanto a mi dificultad actual, escribiré por ahora parte en ruso y parte en armenio, pues entre la gente que siempre tengo a mi alrededor hay varias personas capaces de «cerebrar» con bastante facilidad en ambos idiomas, por lo cual confio en que más adelante serán capaces de verter sin dificultades mis escritos a otros idiomas.
Sea ello como fuere, he de repetir una vez más —a fin de que el lector lo recuerde, pero no como suele recordar otras cosas y comprometer sobre esa base su palabra de honor ante los demás y ante sí mismo— que cualquiera que sea el idioma que emplee, siempre y en todos los casos, evitaré lo que he llamado «lengua literaria de buen tono».
Respecto a esto, el hecho más extraordinario y curioso y uno incluso de los más dignos de tu amor al conocimiento, lector, más digno quizás de lo que tú puedas concebir, es el de que en mi niñez, es decir, desde que nació en mí la necesidad de destruir los nidos de los pájaros y de molestar a las hermanitas de mis amigos, surgió en mi (como le llamaban los antiguos teósofos) «cuerpo planetario» y, lo que es más aún (aunque no sé por qué), principalmente en la «mitad derecha», una sensación instintivamente involuntaria que gradualmente —hasta la época en que me convertí en maestro de danzas— fue tomando la forma de un sentimiento definido, y entonces, cuando gracias a la profesión que por aquel tiempo ejercía trabé relación con numerosas personas de «tipos» diversos, también comenzó a formarse en mi «espíritu» la convicción de que estos idiomas habían sido recopilados por gente, o más bien por «gramáticos», que son con respecto al conocimiento de un idioma dado exactamente iguales a esos animales bípedos a quienes nuestro muy estimado Mullah Nassr Eddin ha caracterizado con las siguientes palabras: «Todo lo que saben hacer es disputar con los cerdos sobre la calidad de las naranjas».
Este tipo de gente que se ha convertido, por así decirlo, en «polillas» destructoras de los bienes que nos fueron legados por nuestros antepasados, carecen de la menor idea o noticia del hecho estridentemente obvio de que, durante la edad preparatoria, tiene lugar la adquisición en la función cerebral de todos los seres, incluido el hombre, de una propiedad particular y definida, cuya materialización automática era llamada por los antiguos korkolanos «ley de asociación», y de que el proceso de nientación de todos los seres, y en especial el hombre, se desarrolla en estricto acuerdo con esta ley.
En vista del hecho de haber acertado a tocar accidentalmente un problema que se ha convertido recientemente en uno de mis, digamos, «hobbies», es decir el proceso de la mentación humana, me parece posible afirmar —ya en este primer capítulo— y sin esperar a llegar al sitio asignado de antemano en este libro para la dilucidación de dicho problema, algo al menos relacionado con aquel axioma que accidentalmente llegó a mi conocimiento, de que enla Tierra , en la antigüedad, era habitual en todos los siglos que todos los hombres que habían tenido la osadía de adjudicarse el derecho a ser considerados por los demás, así como por sí mismos, «pensadores conscientes», fueran informados, ya en los primeros años de su existencia responsable, de que el hombre posee, en general, dos tipos de mentación: en primer término, la nientación por el pensamiento, con la participación de las palabras, dotadas siempre de un sentido relativo; y en segundo término, aquella propia de todos los animales, así como del hombre, que denominaré aquí «mentación por la forma».
El segundo tipo de nientación, es decir, la «nientación por la forma», por medio de la cual, en rigor, debe percibirse también y asimilarse el sentido exacto de toda idea escrita tras la confrontación consciente con los datos previamente conocidos, tiene lugar en la gente, guardando una relación de dependencia con las circunstancias del medio geográfico, clima, época, etc., y en general, con el medio total en que se ha desarrollado la existencia del individuo hasta su estado adulto.
En consecuencia, se configuran en el cerebro de los individuos pertenecientes a diferentes razas y que habitan medios geográficos diversos, un vasto número de formas completamente independientes, acerca de una misma cosa o incluso una misma idea; formas que, durante su funcionamiento, es decir, durante la asociación, recuerdan por su naturaleza a una u otra sensación que condiciona subjetivamente una representación definida, y esa representación es luego expresada por esta o aquella palabra, útil tan sólo para su expresión subjetiva exterior.
Esta es la razón por la cual cada palabra para una misma cosa o idea, adquiere casi siempre para los individuos pertenecientes a medios geográficos diferentes y razas diversas, un «contenido íntimo», por así decirlo, perfectamente definido y completamente distinto.
En otras palabras, si en el ser total de un hombre dado que se hubiera desarrollado y formado en una determinada localidad, se hubiese configurado una «forma» como resultado de las influencias e impresiones locales específicas y esta forma evocara en él, por asociación, la sensación de un «contenido íntimo» definido y, por consiguiente la de una representación o noción definida para cuya expresión hubiera de emplear una u otra palabra que con el transcurso del tiempo terminara por volverse habitual y, como he dicho, subjetiva, para este individuo dado, cuando un oyente, en cuyo ser se hubiera formado, debido a las diferentes circunstancias que rodearon su educación y crecimiento, una forma de diferente «contenido íntimo» para aquella palabra determinada, escuchase dicha palabra, habría de percibirla siempre y comprenderla también invariablemente, en un sentido completamente distinto.
Este hecho, dicho sea de paso, puede establecerse con toda precisión mediante la observación atenta e imparcial, cuando uno presencia un intercambio de opiniones entre dos personas pertenecientes a razas diferentes o educadas y criadas en localizaciones geográficas distintas.
De modo, pues, que, alegre y engreído candidato a receptor de mis sabihondeces, habiéndote ya advertido que voy a escribir, no como los «escritores profesionales», sino de forma totalmente distinta, te aconsejo ahora, antes de embarcarte en la lectura de mis exposiciones, que reflexiones seriamente, emprendiéndola tan sólo, tras una profunda meditación. En caso contrario, mucho me temo que tu órgano del oído, así como otros órganos perceptivos y digestivos, tan y tan acabadamente automatizados con la «lengua literaria de la aristocracia intelectual» que habita actualmente sobrela Tierra , enfermen con la lectura de estos escritos en forma muy, pero muy cacofónica, con lo cual podría suceder que perdieras tu... ¿sabes qué?... tu deseo de engullir tu plato favorito y también esa particularidad psíquica que titila en tu «interior» y que se manifiesta en ti cuando ves a tu vecina, la morenita.
De esta posibilidad que emana de mi lenguaje, o mejor dicho, hablando con rigor, de la forma de mi mentación, estoy ya, con todo mi ser, y gracias a la frecuente repetición de mis experiencias pasadas, completamente convencido, exactamente del mismo modo en que un perfecto asno se halla convencido de la razón y justicia de su obstinación.
Una vez advertido el lector de lo más importante, no tendré que cuidarme especialmente de los demás aspectos de la cuestión. Aun cuando se produjera cualquier malentendido por causa de mis escritos, tú, lector, serías el único culpable y mi consciencia estaría tan limpia como por ejemplo.., la del ex Kaiser Guillermo.
Es casi seguro que llegado a este punto, el lector estará pensando que soy, por supuesto, un individuo joven con un exterior auspicioso y, como dicen algunos, un «interior sospechoso» y que, como buen autor novel, estoy tratando con toda intención, evidentemente, de mostrarme excéntrico con la esperanza de hacerme famoso y, de este modo, rico.
Pero si verdaderamente piensa eso, está muy, pero muy equivocado.
En primer lugar, no soy joven; tanto he vivido que a lo largo de mi vida ya he pasado, como dicen, «no sólo por el molino, sino por todas las muelas»; y en segundo lugar, no escribo en general para procurarme una carrera o para afirmarme personalmente sobre una base sólida mediante esta profesión, la cual, debo agregar, proporciona a mi juicio, muchas puertas para quienes quieran convertirse en candidatos directos a ingresar en el «Infierno». (Suponiendo, claro está, que esa gente pueda, en general, por medio de su Ser, perfeccionarse incluso hasta aquel punto, debido a que, no sabiendo cosa alguna por sí mismos, escriben toda clase de artificios para alcanzar populachería y de este modo, adquiriendo automáticamente autoridad, se convierten casi en uno de los principales factores que, en su totalidad, vienen disminuyendo sostenidamente, año a año, la, sin esto, ya en extremo menguada psiquis de la gente).
En lo que a mi carrera personal se refiere, gracias a todas las fuerzas de arriba y abajo, y, si tú quieres, incluso de derecha e izquierda, la he materializado ya hace tiempo, y también desde largo tiempo atrás vengo «pisando firme» y, lo que es más aún, tengo la certeza total de que esta firmeza habrá de durar todavía muchos años, pese a todos mis enemigos pasados, presentes y futuros.
Sí, creo que también debería contarte acerca de una idea que acaba de surgir en mi cerebro y es la de pedir especialmente al impresor, a quien he de entregar mi primer libro, que imprima el primer capítulo de mis escritos de tal forma que pueda ser leído sin necesidad de cortar antes las páginas del libro, de modo tal que, una vez enterado el lector de que el libro no ha sido escrito de la manera habitual, es decir, con el propósito de producir en la mentación de uno, en forma sumamente suave y fácil, imágenes atrayentes y ensueños adormecedores, pueda, si así lo desea, sin necesidad de un intercambio inútil de palabras con el librero, devolverlo y recuperar nuevamente su dinero, ganado tal vez, con el sudor de su frente.
Y esto habré de hacerlo indefectiblemente además, porque precisamente ahora acabo de recordar lo que le aconteció a un kurdo transcaucásico, cuya historia me fue narrada en mi adolescencia y que, cuantas veces volví a recordarla en ocasiones similares en los años posteriores, me produjo un perdurable impulso de ternura. Creo que será sumamente conveniente para mí y también para ti, contarte esta historia con cierto detalle.
Será conveniente, especialmente debido a que ya me he decidido a hacer de la «sal», o como diría un negociante contemporáneo judío de pura sangre, el «Tzimus», de este cuento, uno de los principios básicos de esta nueva forma literaria que estoy tratando de emplear para alcanzar el objetivo que me he propuesto con esta mi nueva profesión.
Este kurdo transcaucásico salió cierta vez de su pueblo, por uno u otro negocio, rumbo a la capital; una vez llegado a la misma, vio en el puesto de un frutero en el mercado, un colorido despliegue de toda clase de frutas.
En este conjunto, advirtió una sumamente hermosa, tanto por su color como por su forma, y tanto le cautivó su aspecto y tan grande fue su deseo de probarla, que, pese a no llevar casi dinero encima, decidió comprar por lo menos uno de estos magníficos bienes dela Gran Naturaleza para saborearlo.
Entonces, con gran ansiedad y con una osadía poco habitual en él, entró en el puesto y señalando la fruta con su calloso dedo le preguntó el precio al comerciante. A lo cual respondió éste que la libra de aquella «fruta» costaba dos centavos.
Convencido de que el precio no era en absoluto elevado para lo que en su opinión constituía un hernioso fruto, el kurdo de nuestra historia resolvió comprar una libra entera.
Una vez finalizados sus negocios en la ciudad, emprendió el viaje de regreso hacia su casa ese mismo día.
Mientras caminaba, a la hora del crepúsculo, por valles y montañas, percibiendo, quieras que no, la visibilidad exterior de aquellos encantadores fragmentos del seno dela Gran Naturaleza
—nuestra Madre Común— e inhalando el aire puro y sin contaminar (a diferencia de la asfixiante atmósfera de las ciudades industriales de hoy), nuestro kurdo sintió repentinamente, como es natural, el deseo de regalarse con una rápida merienda; de modo que, sentándose a un lado del camino, sacó de su bolsa un pedazo de pan y la «fruta» que lo había cautivado con su tentador aspecto en el puesto del mercado, y comenzó a comer alegremente.
Pero... ¡Horror de los horrores!... No bien había dado el primer bocado cuando todo su interior comenzó a arder. Pero a pesar del fuego que lo abrasaba, siguió comiendo.
Así pues, esta infortunada criatura bípeda de nuestro planeta siguió comiendo, gracias tan sólo a aquella peculiar característica humana que mencioné más arriba; me refiero al principio que intentaba convertir, cuando me decidí a usarlo como base de la nueva forma literaria por mí creada, en, por así decirlo, la guía de todos mis actos, conducente a uno de los objetivos perseguidos; principio cuyo sentido y significación no tardará el lector, estoy seguro, en captar —claro está que de acuerdo con su grado de comprensión— en el transcurso de la lectura de cualquier capítulo posterior de mis escritos, si, por supuesto, se decide a correr el riesgo de seguir avanzando en la lectura del libro; o quizás, también podría suceder que incluso antes de finalizar este primer capítulo ya «olfateara» algo.
Así pues, precisamente en el momento en que nuestro kurdo se hallaba abrumado por las insólitas sensaciones que su extraña merienda procedente del seno dela Naturaleza le había provocado, se aproximó por el mismo camino un vecino de su pueblo, vecino éste altamente reputado por cuantos lo conocían como hombre de ingenio y de vasta experiencia; y así que advirtió cómo la cara del kurdo parecía abrasada por las llamas, y sus ojos inundados de lágrimas y que, pese a todo esto, proseguía comiendo como si se hubiese tratado del cumplimiento de un deber impostergable, le dijo:
—,Pero qué estás haciendo, borrico de Jericó? ‘Te vas a quemar vivo! Deja ya de comer esos ‘pimientos picantes’ a cuyo extraordinario sabor no está acostumbrada tu naturaleza.
A lo cual replicó el kurdo:
—Jamás!; por nada del mundo los dejaría yo de comer. ¿No me gasté acaso mis últimos dos centavos en comprarlos? Aunque mi alma se separe aquí mismo de mi cuerpo seguiré comiendo hasta terminarlos.
Por lo cual nuestro decidido kurdo —claro está que no podemos dudar ya de su resuelto carácter— lejos de tirar los pimientos, siguió comiéndolos ávidamente.
Después de esto, espero que se haya producido, lector, en tu mentación, una correspondiente asociación mental que habrá de afectar en ti, como consecuencia, tal como suele suceder a veces a nuestros contemporáneos, aquello que generalmente llamas entendimiento, y en este caso habrás de comprender por qué yo, perfectamente familiarizado con esta peculiaridad humana —y apiadado de la misma— cuya manifestación inevitable consiste en que si alguien paga dinero por alguna cosa es probable que se sienta obligado a usarla hasta el final, me hallaba impregnado en la totalidad de mi ser con la idea, surgida en mi mentación, de tomar todas las medidas posibles a fin de que tú («mi hermano en el espíritu y en el apetito», según reza el dicho) —en el caso de que sólo estés acostumbrado a la lectura de toda clase de libros, pero, escritos exclusivamente en la antes mencionada «lengua de la aristocracia intelectual»— habiendo pagado ya cierta suma de dinero por mis escritos y habiéndote enterado inmediatamente después de haberlos comprado de que no habían sido escritos en el cómodo y fácilmente legible idioma habitual, no te sintieras obligado como consecuencia de aquella mencionada peculiaridad humana, a leer mis escritos de cabo a rabo, cueste lo que cueste, del mismo modo que nuestro infortunado kurdo transcaucásico se creyó obligado a comer hasta el fin aquello que tanto lo había cautivado por su aspecto, es decir, los nobles y rojos pimientos picantes.
De este modo, a fin de evitar todo malentendido derivado de esta peculiaridad, para la que se han formado los datos necesarios en el ser total del hombre contemporáneo, gracias evidentemente a su habitual concurrencia al cinematógrafo y gracias, también, a que jamás pierde la oportunidad de mirar el ojo izquierdo del sexo opuesto, es mi deseo que este capítulo inicial haya de imprimirse de la forma antes mencionada, de modo que cualquiera pueda leerlo del principio al fin sin tener que cortar las páginas del libro.
De otro modo, el librero habría de, como suele decirse, «cavilar» y actuar, indefectiblemente, de acuerdo con el principio básico de todos los libreros en general, que, para formularlo según su propia expresión, reza en la forma siguiente: «Más que papanatas serás si, como el pescador, dejas escapar el pescado que ya se ha tragado el anzuelo», rechazando la devolución de un libro cuyas páginas habían sido abiertas. No me cabe ninguna duda acerca de esta posibilidad; a decir verdad, tengo la absoluta certeza de esa falta de consciencia por parte de los libreros.
Y los datos necesarios para la génesis de mi certeza con respecto a la falta de consciencia por parte de los libreros se formaron acabadamente en mi personalidad cuando, durante el ejercicio de mi profesión de «Fakir hindú», tuve necesidad, para la completa dilucidación de cierto problema «ultrafilosófico», de familiarizarme también, entre otras cosas, con el proceso asociativo para la manifestación del psiquismo automáticamente configurado de los libreros contemporáneos y de sus dependientes, cuando venden los libros a sus clientes.
Sabedor de todo esto, y habiéndome convertido, desde que la desgracia cayó sobre mí, en justo y fastidioso en extremo, por regla general, no puedo dejar de repetir, o mejor dicho, no puedo dejar de advertirte nuevamente, de aconsejarte y de suplicarte fervorosamente, antes de que empieces a cortar las páginas de éste mi primer libro, que leas atentamente, del principio al fin, e incluso más de una vez, el primer capítulo de mis escritos.
Pero en caso de que, a pesar de esta advertencia, desearas conocer el contenido posterior de mi exposición, entonces todo cuanto me resta por hacer no es sino desearte con toda mi «auténtica alma» un gran, pero muy grande apetito, y que «digieras» todo cuanto leas, no sólo para el bien de tu salud, sino también para el bien de la salud de todos aquellos que te rodean. He dicho «con mi auténtica alma» debido a que, por haber vivido en época reciente en Europa y haber establecido frecuentes contactos con determinadas personas que, en todas las ocasiones apropiadas e inapropiadas muestran una fuerte tendencia a tomar en vano todos los nombres sagrados que sólo deben pertenecer a la vida más íntima de un hombre, es decir, con personas que juran en el vacío, y siendo yo, como ya he confesado antes, un fervoroso adherente, no sólo de los dichos teóricos en general, sino también de los aforismos prácticos de la sabiduría popular afirmados a través de largos siglos, y por consiguiente, del dicho que en el caso actual corresponde a aquello que podría expresarse con las palabras: «Allí donde fueres, haz lo que vieres», decidí, a fin de no desentonar con la costumbre establecida aquí en Europa de jurar en el transcurso de cualquier conversación ordinaria y de actuar, al mismo tiempo, de acuerdo con el mandamiento enunciado por los sagrados labios de San Moisés:
«no tomarás el nombre de Dios en vano», decidí valerme de uno de aquellos ejemplos contenidos en los idiomas de moda «recién salidos del horno», esto es, el inglés, y así, a partir de entonces, comencé en ciertas ocasiones necesarias a jurar por mi «alma inglesa».
El hecho es que en este tan elegante idioma, las palabras «alma» (son!) y la base del pie, también llamada «planta» (‘so/e,), se pronuncian casi exactamente de la misma manera.
Yo no sé lo que tú, que ya eres en parte candidato a comprador de mis escritos, pensarás, pero mi peculiar naturaleza es incapaz incluso con el mayor deseo mental, de refrenar una gran indignación ante el hecho, puesto de manifiesto por individuos pertenecientes a la civilización contemporánea, de que lo más elevado del hombre, particularmente amado por nuestro PADRE CREADOR COIVIUN, pueda realmente llamarse, y pueda llegar a comprenderse
con suma frecuencia, en verdad, e incluso antes de haberse hecho completamente claro su significado— como la parte que es la más baja y sucia del hombre.
Pero basta ya de «filologías». Volvamos ahora a la principal tarea de este capítulo inicial, destinado, entre otras cosas, a remover, por un lado, los adormilados pensamientos míos y del lector, y, por el otro, a advertir al lector sobre ciertas cosas.
De este modo, ya me he trazado mentalmente el plan general de las exposiciones pertinentes, pero qué forma habrán de tomar sobre el papel, si he de hablar francamente, yo mismo no lo sé en mi consciente, sino en mi subconsciente; de hecho, siento ya con bastante precisión que, en su totalidad, habrá de tomar la forma de algo que será, por así decirlo, «picante» y que tendrá un efecto semejante en la integridad de todos los lectores al del pimiento rojo en el cuento del desdichado kurdo transcaucásico.
Ahora que el lector ya conoce la historia de nuestro simple campesino, considero llegado el momento de realizar una confesión y, por consiguiente, antes de proseguir con el primer capítulo, que no es sino una a manera de introducción a mis trabajos posteriores, deseo llevar al conocimiento de lo que llamamos la «consciencia despierta pura» del lector el hecho de que en los escritos que siguen a ese capítulo de advertencia habré de exponer mis pensamientos deliberadamente, en tal sucesión y según tal confrontación lógica, que la esencia de ciertas nociones reales pueda pasar por sí misma, automáticamente, por así decirlo, de esta «consciencia despierta» —que la mayoría de la gente confunde, en su ignorancia, con la consciencia real, pero que yo afirmo y pruebo experimentalmente que sólo se trata de una consciencia ficticia— a lo que se llama el subconsciente, que tendría que ser, a mi juicio, la verdadera consciencia humana, produciendo en ese punto, mecánicamente, la transformación que debe tener lugar generalmente en la integridad del hombre y darle, a partir de su propia mentación consciente, los resultados que merece, propios del hombre y no de los meros animales mono o bicerebrados.
Así, me formé la resolución de hacerlo indefectiblemente, de modo tal que este capítulo inicial, destinado como ya dije a despertar, lector, tu consciencia, justificara plenamente su propósito y, alcanzando no sólo tu, en mi opinión, ficticia «consciencia», sino también tu consciencia real, es decir, lo que tú llamas subconsciente, pudieras, por primera vez, llegar a reflexionar de forma activa.
En la totalidad de todo hombre, independientemente de cual sea su herencia y su educación, se forman dos consciencias independientes, que tanto en su funcionamiento como en sus manifestaciones casi nada tienen en común. Una de ellas se forma a partir de la percepción de toda clase de impresiones mecánicas, accidentales o deliberadas procedentes de los demás, entre las cuales están las «consonancias» de diversas palabras que se hallan, como hemos dicho, vacías; y la otra consciencia se forma a partir de los, por así llamarlos, «resultados materiales ya formados previamente» que le son transmitidos por la herencia, que se han mezclado con las partes correspondientes de la totalidad del hombre y también a partir de los datos que surgen de su evocación intencional de las confrontaciones asociativas de esos «datos materializados», que ya están en él.
La totalidad de la formación, junto a la manifestación de esta segunda consciencia humana, la cual no es otra cosa que lo que llamamos «subconsciente» y que se forma a partir de los resultados materializados de la herencia y de las confrontaciones originadas por las propias intenciones, debería, a mi juicio —formado después de muchos años de dilucidaciones experimentales llevadas a cabo en condiciones excepcionalmente favorables—, predominar en la presencia común del individuo.
Como consecuencia de esta convicción, que sin duda debe parecerte todavía el fruto de la fantasía de una mente alterada, no puedo ahora, como tú mismo podrás ver, pasar por alto esta segunda consciencia y, obligado por mi esencia, me siento forzado a elaborar la exposición general de incluso este primer capítulo de mis escritos, esto es, el capítulo a manera de prefacio de todo lo que habrá de seguir, teniendo en cuenta que debe llegar, e «inquietar» adecuadamente, a las percepciones acumuladas en esas dos consciencias tuyas.
Con esta consideración presente en el pensamiento, continúo pues mi exposición; debo ante todo informar a tu consciencia ficticia de que, gracias a los tres datos peculiares precisos que cristalizaron en mi ser total a lo largo de diversos períodos de mi edad preparatoria, soy realmente único en el, por así llamarlo, «trastrueque» de todas las ideas y de las convicciones que se suponían firmemente fijadas en el ser total de la gente con quienes entro en contacto.
¡Ya! ¡Ya! ¡Ya!...
Desde ahora presiento que en tu «falsa» —pero según tú crees «real»— consciencia, comienzan a agitarse, como «mariposas», todos los datos de importancia que te han sido transmitidos por herencia desde tu tío y tu madre. La totalidad de dichos datos, siempre y en todas las cosas, engendra en ti el impulso, por lo menos —pero no obstante, extremadamente bueno— de la curiosidad, en este caso, curiosidad por descubrir lo más rápido posible por qué yo, es decir, un escritor novel cuyo nombre no ha sido jamás mencionado en los periódicos, me he vuelto de golpe tan único e irremplazable.
¡No te preocupes! Personalmente me hallo sumamente complacido con el despertar de esa curiosidad, aun cuando ello ocurra tan sólo en tu «falsa consciencia», puesto que ya sé por experiencia que a veces este indigno impulso del hombre puede llegar a pasar de esa consciencia a la propia naturaleza y convertirse en un impulso digno, es decir, el impulso del deseo de aprender, el cual, a su vez, facilita una mejor percepción e incluso una más estrecha comprensión de la esencia de cualquier objeto en el que, como suele suceder, pudiera concentrarse la atención del hombre contemporáneo y, por consiguiente, casi estoy deseando satisfacer, con sumo agrado, la curiosidad que acaba de nacer en tí en este momento.
Pues bien; es tiempo ya de que, prestando atención, trates de justificar y no defraudar mis esperanzas. Esta original personalidad mía, «olfateada» ya por ciertos individuos definidos de ambos coros dela Sede del Juicio Celestial, donde se lleva a cabo la Justicia Objetiva , y también aquí en la Tierra , por un número de personas todavía muy reducido, está basada, como ya dije, en los tres datos secundarios específicos configurados en mí en diversas épocas de mi edad preparatoria. El primero de estos datos, desde el comienzo mismo de su aparición, se convirtió, por así decirlo, en la principal palanca directriz de mi totalidad, y los otros dos, las «fuentes vivificantes», por así llamarlas, en los medios de alimentación y perfeccionamiento de este primer dato.
El surgimiento del mismo tuvo lugar cuando yo era todavía tan sólo un «querubín regordete». Mi querida abuela, ya fallecida, vivía entonces y tenía algo más de cien años de edad.
Cuando mi abuela —que la gloria de Dios sea con ella— estaba en su lecho de muerte, mi madre, como era costumbre entonces, me llevó a su lado y cuando yo le besé la mano derecha, mi querida abuela me colocó su moribunda mano izquierda sobre la cabeza y con un susurro apenas audible me dijo:
—Tú, el mayor de mis nietos, escúchame! Escúchame y recuerda siempre éste, mi último deseo: nunca te comportes en la vida como lo hacen los demás.
Así que hubo dicho esto, me miró el puente de la nariz y advirtiendo evidentemente mi perplejidad y mi escasa comprensión de lo que me había dicho, agregó algo irritada, con autoridad:
—O no hagas nada —ve a la escuela solamente— o si no, haz algo que nadie más que tú haya hecho.
E inmediatamente después, sin vacilación alguna y con una perceptible actitud de desdén por todo cuanto la rodeaba, así como con una admirable autoconsciencia, puso su alma directamente en las manos del arcángel Gabriel.
Entiendo que será interesante e incluso instructivo para ti, saber que todo esto produjo en mí tan profunda impresión, que de pronto me volví incapaz de soportar la presencia de persona alguna a mi alrededor, de modo que, tan pronto como salimos de la habitación en que yacía el «cuerpo planetario» mortal de la causa de mi despertar, silenciosamente, tratando de no llamar la atención, me deslicé hacia el arca en que, durante la cuaresma, se guardaban el salvado y las cáscaras de patata para nuestros «auxiliares sanitarios», es decir, nuestros cerdos, y allí me quedé, sin comer ni beber, en medio de una tempestad de agitados y confusos pensamientos
—de los cuales, por fortuna para mí, sólo tenía entonces en mi aniñado cerebro un número extremadamente reducido— hasta que mi madre regresó del cementerio; pues sus llantos al descubrir que había desaparecido, tras una yana búsqueda, llegaron, por así decirlo, a «abrumarme», de modo que inmediatamente abandoné el arca y poniéndome en pie sobre el borde, corrí hacia ella con las manos extendidas y aterrándome a sus faldas, comencé involuntariamente a dar patadas al suelo e ignoro por qué, a imitar el rebuzno del asno de nuestro vecino el alguacil.
Por qué me produjo aquello una impresión tan fuerte y por qué tuve entonces casi automáticamente una conducta tan extraña, es cosa que no puedo decidir ahora, si bien en años recientes, especialmente en los días llamados de «carnestolendas», medité largamente sobre este punto, tratando principalmente de descubrir su causa.
Se me presentó entonces la hipótesis lógica de que quizás ello se debió tan sólo a que la habitación en que se desarrollara esta sagrada escena, que tan tremendo significado habría de tener durante el resto de mis días, se hallaba impregnada hasta el último rincón con el aroma de un incienso especial procedente del monasterio del «Viejo Athos», sumamente popular entre los adeptos a diversas sectas cristianas. Sea como fuere, el hecho es que así sucedió.
Durante los días que siguieron a este suceso, nada de particular me aconteció, a menos que hubiese guardado alguna relación con lo anterior el hecho de que, en aquellos días, caminé más que de costumbre con los pies en el aire, es decir, sobre las manos.
Mi primer acto, evidentemente en desacuerdo con las manifestaciones de los demás, si bien verdaderamente ajeno a la participación, no sólo de mi consciencia, sino también de mi subconsciente, tuvo lugar exactamente en el cuadragésimo día después de la muerte de mi abuela, en una ocasión en que toda nuestra familia, nuestros parientes y todos aquellos para quienes mi querida abuela —a quien todos amaban— se había convertido en verdadero objeto de estima, nos reunimos en el cementerio, según la costumbre, a fin de realizar sobre sus restos mortales, guardados en la tumba, lo que suele llamarse el «servicio de réquiem»; entonces, repentinamente, sin ton ni son, en lugar de observar la conducta convencional entre la gente de cualquier grado de moralidad tangible e intangible y de toda suerte de posición material, es decir, en lugar de quedarme en pie y en silencio, abrumado por el dolor, con expresión afligida en el rostro e incluso con lágrimas en los ojos, comencé a brincar alrededor de la tumba, en una especie de danza, cantando:
«Dejad que con los santos descanse, Ahora que ya es ‘fiambre’;
¡ Ay! ¡ Ay! ¡ Ay.
Dejad que con los santos descanse,
Ahora que ya es fiambre.»
y así seguí.
Y fue así, precisamente, como empezó a surgir en mi integridad un «algo» que, con respecto a toda clase de, por así llamarlas, «monerías», es decir, con respecto a las imitaciones de las manifestaciones automatizadas ordinarias de los que me rodeaban, siempre engendró en mí lo que he de denominar ahora un «impulso irresistible» a no hacer las cosas como los demás.
Daré algunos ejemplos de los actos que por entonces solía realizar con más frecuencia.
Si, por ejemplo, mientras me enseñaban a tomar la pelota con la mano derecha, mi hermano, mis hermanas y los niños del vecindario que venían a jugar con nosotros, arrojaban la pelota al aire, yo, con la misma intención antedicha, hacía rebotar primero la pelota en el suelo y sólo una vez que había rebotado, me lanzaba, no sin hacer antes un salto mortal, hacia ella, para tomarla sólo con el pulgar y el dedo medio de la mano izquierda; o bien, si todos los demás niños se dejaban deslizar por el suelo desde una cierta altura, cabeza abajo, yo a mi vez también trataba de hacerlo e incluso cada vez mejor, pero, para utilizar las palabras de los chicos, lo hacía «de culo»; o bien, si nos regalaban algunos pasteles de los llamados «Abarania», todos los demás niños, antes de llevárselos a la boca, les pasaban primero la lengua, evidentemente para probarlos y disfrutar la agradable sensación inminente, sin embargo yo empezaba oliéndolos por los cuatro costados, llegando a veces, incluso, a acercármelos al oído, escuchando atentamente; luego, casi inconscientemente, aunque con toda seriedad, murmuraba para mis adentros «No deberás comerlo, o reventarás», canturreando al mismo tiempo rítmicamente; a continuación, engullía por fin un trozo entero bruscamente y sin saborearlo, para luego recomenzar de nuevo; etc., etc., etc.
La primera vez que se manifestó en mí uno de los dos datos mencionados, convertidos más tarde en las fuentes «vivificadoras» para la nutrición y el perfeccionamiento de las instrucciones impartidas por mi abuela fallecida, coincidió con la edad en que dejé de ser un querubín regordete para convertirme en lo que se llama un «sabandija», habiendo empezado a ser ya, como a veces suele decirse, un «aspirante a joven caballero de agradable apariencia y dudoso contenido».
Estas son las circunstancias que rodearon a dicho suceso y que quizás se hallen combinadas de algún modo con el propio Destino.
Junto con cierto número de sabandijas como yo, me hallaba un día colocando trampas para palomas en el techo de la casa de un vecino, cuando de repente me dijo uno de los chicos que estaban en pie a mi lado, mientras clavaba sus ojos en los míos fijamente:
—Me parece que el lazo de cerda tendría que estar dispuesto de tal modo que nunca apresara el dedo mayor de la paloma, pues, como nuestro profesor de zoología nos explicó recientemente, durante el movimiento, es precisamente en ese dedo donde la paloma concentra sus fuerzas y por consiguiente, si este dedo es atrapado por el lazo, la paloma podría, como es natural, romperlo fácilmente.
Otro muchacho, agachado precisamente enfrente de mí, y de cuya boca, dicho sea de paso, salía saliva en profusión y en todas direcciones siempre que hablaba, se abalanzó sobre esta observación del primero, embarcándose, con copiosa proyección de saliva, en la siguiente refutación:
—Cierra el pico, descendiente de hotentotes! ¡Eres un aborto, igual que tu maestro! Si fuera cierto que la mayor fuerza fisica de la paloma está concentrada en el dedo mayor, entonces, con más razón, tendríamos que tratar de atrapar ese dedo en el lazo. Sólo entonces habría algún sentido para nuestro objetivo —es decir, el de cazar estas infortunadas criaturas— en aquella particularidad cerebral propia de todos los poseedores de ese suave y resbaloso «algo» que consiste en que, cuando, gracias a otras acciones, de las cuales depende su insignificante manifestabilidad, se origina una necesaria ley periódica conforme a lo que suele llamarse ‘cambio de presencia’, entonces, esta pequeña, por así llamarla «ley conforme a la confusión» que debe entrar en acción para animar otros actos en su funcionamiento general, permite inmediatamente que el centro de gravedad de la función total, en la cual este resbaloso «algo» desempeña un papel muy pequeño, pase momentáneamente de su lugar habitual a otro sitio, debido a lo cual se obtienen a menudo en la totalidad de su función general, inesperados y ridículos resultados que rayan en lo absurdo.
Descargó estas últimas palabras con tal profusión de saliva, que a mí me pareció como si mi rostro hubiera estado expuesto a la acción de un «atomizador» —no un producto «Ersatz»— inventado por los alemanes para teñir las telas con colorantes de anilina.
Esto era más de lo que yo podía soportar y, sin abandonar mi posición en cuclillas, me lancé sobre él de cabeza, golpeándolo con todas mis fuerzas en la boca del estómago; la intensidad del impacto fue tan grande que cayó al suelo sin conocimiento.
No sé, ni quiero saber, con qué ánimo habrá de formarse en tu mentación el resultado de las declaraciones relativas a la extraordinaria coincidencia —en mi opinión— de las circunstancias de la vida que pasaré a formular a continuación, si bien para mi mentación, esta coincidencia constituyó un material excelente para asegurar la posibilidad de que este suceso por mí descrito, que tuvo lugar en mi juventud, no se desarrollara simplemente por pura casualidad, sino obedeciendo a la creación intencional de ciertas fuerzas extrañas.
El hecho es que esta destreza me fue acabadamente revelada sólo unos pocos días antes de este suceso, por un sacerdote griego procedente de Turquía, quien, perseguido por los turcos a raíz de sus convicciones políticas, se había visto obligado a huir del país y que, a su llegada a nuestra ciudad, había sido contratado por mis padres para que me enseñara el griego moderno. Ignoro en qué datos apoyaba sus convicciones e ideas políticas, pero recuerdo perfectamente que en todas las conversaciones, incluso cuando me explicaba la diferencia existente entre las expresiones exclamatorias en el griego antiguo y en el moderno, proporcionaba ejemplos en los que claramente se manifestaban sus sueños y sus deseos de marcharse lo antes posible a la isla de Creta, revelando así ser un verdadero patriota.
Pues bien; al contemplar el efecto de mi acometida, me sentí, debo confesarlo, horriblemente asustado, dado que, ignorando la reacción natural que provocan los golpes en ese lugar, creía haberlo matado.
En el momento en que experimentaba este temor, otro muchacho, primo de aquel que se había convertido, por así decirlo, en la primera víctima de mi «aptitud para la defensa personal», poseído evidentemente por el sentimiento que llamamos de «consanguinidad», se abalanzó inmediatamente sobre mí, asestándome un violento puñetazo en la cara.
Este golpe, me hizo, lo que se dice, «ver las estrellas» y al mismo tiempo, se me hinchó la boca como si hubiera encerrado en ella la comida necesaria para la alimentación artificial de un millar de pollos.
Al cabo de cierto tiempo, y amortiguado ya el efecto de estas dos extrañas sensaciones, descubrí efectivamente la presencia de cierto objeto extraño en mi boca que, al extraerlo con los dedos, resultó ser nada menos que una muela de grandes dimensiones y extraña forma.
Al yerme contemplar este extraordinario diente, todos los demás chicos se amontonaron a mi alrededor comenzando ellos también a examinarlo con gran curiosidad, en medio de un raro silencio.
Para entonces, el que había perdido el conocimiento, se había recobrado completamente y, uniéndose al grupo, comenzó a mirar el diente compartiendo la intriga general, como si nada le hubiese pasado.
Este extraño diente tenía siete puntas, y en el extremo de cada una de ellas sobresalía en relieve una gota de sangre y a través de cada una de estas gotas brillaba nítida y definidamente, uno de los siete aspectos de la manifestación del rayo blanco.
Después de este silencio, insólito en un grupo de «sabandijas», nuevamente renació nuestra algarabía, y en medio de esta algarabía, decidimos ir a ver inmediatamente al peluquero, perito en la extracción de dientes, para preguntarle por qué era así ese diente.
De modo pues que, sin esperar un instante más, descendimos todos del tejado y nos marchamos hacia la peluquería, claro está que conmigo, el «héroe del día» orgullosamente en cabeza.
El peluquero, después de una rápida ojeada, declaró que se trataba tan sólo de una «muela del juicio» y que todos los individuos pertenecientes al sexo masculino que son alimentados exclusivamente con la leche de la madre hasta que pronuncian por primera vez las palabras «papá» y «mamá» y que a primera vista pueden reconocer entre otros muchos rostros el de su propio padre, poseen una de estas muelas.
Como consecuencia de la suma total de los efectos de este suceso —mi pobre «muela del juicio» se convirtió en un sacrificio completo— no solamente comencé a tener, a partir de ese momento, una consciencia en perpetua absorción, con respecto a todas las cosas de la propia esencia de la esencia de la orden de mi abuela —que Dios la tenga en su gloria— sino que, debido a que no fui a un «dentista diplomado» para hacerme tratar la cavidad que había sido ocupada por el diente en cuestión, lo cual, a decir verdad, no pude hacerlo en razón de hallarse mi hogar demasiado alejado de todo centro cultural contemporáneo, comenzó a exudar en forma crónica de esta cavidad un «algo» que —como me explicó en época muy reciente un celebérrimo meteorólogo con quien nos hemos hecho «íntimos amigos» debido a las frecuentes reuniones en los restaurantes nocturnos de Montmartre— tenía la propiedad de despertar un gran interés por las causas de cualquier «hecho real» sospechoso, así como de estimular cierta tendencia a averiguar el origen del mismo; y esta propiedad, que no me había sido transmitida por herencia, me condujo de forma gradual y automática a convertirme finalmente en un verdadero perito en la investigación de todos los fenómenos anormales que me salían al paso, lo cual ocurría con suma frecuencia.
Recién formada en mi ser esta propiedad, después de este suceso —en que yo, claro está que con la cooperación de nuestro OMNICOMUN SENOR EL DESPIADADO HEROPASS, es decir, el «fluir del tiempo», me transformé en el joven que ya he descrito— se convirtió para mí en una llama imperecedera y real de consciencia.
El segundo de los mencionados factores vivificantes, para la fusión completa, esta vez de las instrucciones de mi querida abuela con todos los datos que constituyen mi ser individual general, fue la totalidad de impresiones recibidas a través de la información que tuve la suerte de adquirir, en relación con el hecho que tuvo lugar entre nosotros, aquí, enla Tierra , revelador del origen de ese «principio» que, resultó ser de acuerdo con las dilucidaciones de Allan Kardec durante una sesión espiritista «absolutamente secreta», convirtiéndose después en todas las partes habitadas por seres como nosotros y sentando sus dominios por igual en todos los demás planetas de nuestro Gran Universo, en uno de los principales «principios vitales».
He aquí la formulación en palabras de este nuevo «principio de la vida universal y total»:
«Si estás de parranda, parrandea hasta el fin, incluyendo el franqueo.»
Como este «principio», actualmente universal, surgió en el mismo planeta en que tú naciste y en que, además, transcurre tu existencia rodeada de rosas y con algún que otro fox-trot que bailas de vez en cuando, me considero sin derecho a ocultarte la información que poseo, y que arroja cierta luz sobre algunos detalles precisamente del surgimiento de ese principio universal.
Poco tiempo después de habérseme inculcado el nuevo patrimonio mencionado anteriormente, es decir, el impulso incansable hacia la dilucidación de las razones que explican la aparición de toda clase de «hechos reales», a mi primera llegada al corazón de Rusia, la ciudad de Moscú —donde me dediqué, no encontrando ninguna otra cosa para la satisfacción de mis necesidades psíquicas, a la investigación de las leyendas y proverbios rusos—, acerté a aprender —no sé si por accidente o como consecuencia de un encadenamiento causal objetivo regido por una ley que no conozco— lo siguiente:
Había una vez un mercader ruso que no era, por su aspecto exterior, sino eso: un simple mercader que debía viajar frecuentemente de su pueblo de provincias a la segunda capital de Rusia, la ciudad de Moscú, por un negocio u otro. Sucedió un día que su hijo —el favorito del padre, pues se parecía extraordinariamente a la madre— le pidió que le trajera cierto libro de la capital.
Cuando este gran autor inconsciente del «principio de la vida» universal y total, llegó a Moscú, hizo, junto con un amigo, lo que era entonces y sigue siendo todavía habitual allí:
emborracharse completamente con vodka.
Y así que estos dos habitantes de este vasto agrupamiento contemporáneo de criaturas bípedas hubieron bebido un número conveniente de vasos de esta «bendición rusa» y hubieron discutido lo que se llama la cuestión de la «educación pública» —con la cual ha sido de rigor, durante mucho tiempo, empezar todas las conversaciones— nuestro mercader recordó repentinamente, por asociación, la petición de su querido hijo, resolviéndose a salir inmediatamente en compañía de su amigo, en busca de una librería para comprar el libro.
Una vez en la librería, el mercader, después de revisar cuidadosamente el libro que había solicitado, preguntó el precio.
A lo cual el vendedor replicó que costaba sesenta kopeks.
Al advertir que el precio marcado en la cubierta del libro era de sólo cuarenta y cinco kopeks, nuestro mercader comenzó a reflexionar de un modo extraño, inusitado en general en los rusos, y después, retrayendo los hombros, enderezándose casi como una columna y sacando el pecho como un oficial de la guardia, dijo, después de una corta pausa, con voz muy suave pero con entonación que dejaba apreciar una gran autoridad:
—Pero aquí marca cuarenta y cinco kopeks. ¿Por qué me pide sesenta?
Ante lo cual, el librero, poniendo lo que se llama una cara «oleaginosa», propia de todos los vendedores, contestó que el libro costaba ciertamente nada más que cuarenta y cinco kopeks, pero que él debía venderlo a sesenta porque los quince kopeks de diferencia habían sido agregados para el franqueo.
Ante semejante respuesta, nuestro mercader ruso, perplejo frente a dos hechos tan completamente contradictorios, pero evidentemente conciliables, clavó la vista en el cielo raso y se entregó a una nueva meditación, pero esta vez como un profesor inglés que hubiera inventado una cápsula para el aceite de ricino; hasta que por fin, volviéndose bruscamente hacia su amigo, profirió por primera vez sobre la faz dela Tierra , la fórmula verbal que, puesto que expresa en su esencia una indudable verdad objetiva, ha asumido desde entonces el carácter de un aforismo.
Esto es, pues, lo que le dijo a su amigo:
—No importa, nos llevamos el libro. Total, hoy estamos de parranda y «si uno anda de parranda hay que parrandear hasta el fin, incluyendo el franqueo».
En cuanto a mí, condenado, desgraciadamente, a experimentar en vida las delicias del «Infierno», tan pronto como tuve conocimiento de todo esto, algo sumamente extraño que nunca había experimentado antes ni volví a experimentar después, comenzó a manifestarse inmediatamente en mi interior. Era como si en mi ser se hubieran establecido toda suerte de «competencias», como las llaman los «Hivintzes» contemporáneos, entre asociaciones y experiencias procedentes de fuerzas diversas.
Al mismo tiempo, comencé a sentir una comezón casi intolerable en toda la región de la columna vertebral y un cólico, también intolerable, en el mismísimo centro del plexo solar, y todo esto, es decir, estas sensaciones de acción recíproca fueron reemplazadas súbitamente, después de cierto tiempo, por un estado de profunda paz interior que sólo una vez volvió a repetirse más tarde en mi vida, cuando se me hizo objeto de la ceremonia de la gran iniciación enla Hermandad de los «Originadores de la transformación del aire en manteca»; y más tarde cuando «yo», es decir, este «algo desconocido» que soy, que en los tiempos antiguos lo definió un loco —llamado por quienes lo rodeaban, tal como también ahora llamamos a esas personas, «sabio»— como un surgir relativamente transferible, dependiente de la calidad del funcionamiento del pensamiento, del sentimiento y del «automatismo orgánico», y de acuerdo con la definición de otro sabio también antiguo y famoso, el árabe Mal-El-Leb, definición, dicho sea de paso, que fue tomada en el curso del tiempo y repetida bajo una forma diferente, por nada menos que el sabio griego Jenofonte, como «el resultado compuesto de la consciencia, la subconsciencia y el instinto»; de modo pues que cuando yo —este mismo «yo»— volví, en este estado, mi azorada atención sobre mí mismo, comprobé en primer término, claramente, que cada una de las palabras de aquel «principio de la vida universal y total» se había convertido en mi ser en una especie de particular sustancia cósmica y que, al fundirse con los datos ya cristalizados en mí desde mucho tiempo antes de la orden de mi fallecida abuela, había transformado estos datos en un «algo» y este «algo», impregnando en todas sus partes mi ser total, se había establecido para siempre en cada uno de los átomos que componen esta totalidad de mi ser, y en segundo término, éste mi malhadado yo sintió entonces, definidamente y con un impulso de sumisión, se volvió consciente del para mí, triste hecho, de que ya desde aquel momento yo tendría que, quisiera que no, manifestarme siempre y en todos los casos sin excepción, de acuerdo con este patrimonio heredado y no de acuerdo con las leyes de la herencia, ni siquiera de acuerdo con las circunstancias del medio circundante, sino de las procedentes de mi integridad bajo la influencia de tres causas exteriores accidentales que nada tienen en común, a saber: gracias, en primer lugar, a la indicación de una persona que se convirtió sin el menor deseo de mi parte, en la causa pasiva de la causa de mi surgimiento; en segundo lugar, debido a la caída de una muela provocada por un sabandija, a causa principalmente de la «babosidad» de un tercero; y en tercer lugar, gracias a la formulación verbal practicada por un borracho que me es completamente ajeno, me refiero al mercader moscovita.
Si antes de haber trabado relación con este «principio de la vida universal y total» hubiera concretado todas las manifestaciones en forma diversa de la habitual a los otros animales bípedos semejantes a mí que conmigo vegetan y se desenvuelven en el mismo planeta, lo habría hecho automáticamente y a menudo sólo a medias consciente; pero después de este episodio comencé a hacerlo conscientemente y además con una sensación instintiva de dos impulsos confundidos: la autosatisfacción y el autoconocimiento, al cumplir correcta y honorablemente mi deber para con la gran Naturaleza.
Debe hacerse hincapié en el hecho de que aun cuando ya antes de este suceso me comportaba de forma diferente a los demás, mis manifestaciones pasaban en general inadvertidas a los ojos de mis coetáneos; pero a partir de ese momento en que la esencia de este principio vital fue asimilada por mi naturaleza, todas mis manifestaciones, tanto las deliberadas y dirigidas hacia un objetivo dado como aquellas otras emanadas simplemente, como se dice, de la «pura casualidad», adquirieron cierta cualidad vivificante, facilitando la formación de «callos» en los órganos perceptivos de todas las criaturas semejantes a mí, sin excepción, que dirigían su atención directa o indirectamente hacia mis actos; esto por una parte, por la otra, yo mismo comencé a ejecutar todas estas acciones en conformidad con las instrucciones impartidas en su lecho de muerte por mi difunta abuela, tratando de llevarlas hasta su límite extremo; de modo que por fin adquirí automáticamente la costumbre de, al emprender cualquier actividad nueva, así como ante cualquier cambio —por supuesto en gran escala— proferir siempre para mis adentros o en voz alta: «Si te vas de parranda, parrandea hasta el fin, incluyendo el franqueo.»
Y ahora, por ejemplo también en este caso, dado que, por causas ajenas a mí, procedentes tan sólo de las extrañas y azarosas circunstancias de mi vida, he acertado a dedicarme a escribir libros, me veo obligado a hacerlo también en conformidad con aquel mismo principio que gradualmente se ha venido haciendo más definido, gracias a diversas y extraordinarias combinaciones dispuestas por la propia vida y que han hecho que se confundiera con cada uno de los átomos que componen mi integridad.
Comenzaré ahora a poner en ejecución este principio psico-orgánico mío, eludiendo la práctica seguida por todos los escritores, y establecida a través de los tiempos desde el pasado más remoto, de tomar como tema de sus escritos hechos que se supone han ocurrido o están ocurriendo enla Tierra ; yo habré de tomar, en su lugar, como escala de los hechos relatados en mis escritos, todo el Universo. De este modo, también en este caso habremos de cumplir aquello de que «Si te vas de parranda, parrandea hasta el fin, incluyendo el franqueo».
Cualquier escritor puede escribir dentro de la escala terrena; pero yo no soy cualquier escritor. ¿Podría confinarme acaso, a esta, en el sentido objetivo, «mezquina Tierra» nuestra? Es decir, ¿podría tomar por tema de mis escritos los mismos que en general han tomado los demás escritores? No debo hacerlo bajo ningún concepto, y si no por otras razones, tan sólo simplemente por que lo que nuestros cultivados espíritus afirman, podría resultar cierto de buenas a primeras; y mi abuela podría enterarse de esto; y ¿comprendes lo que podría sucederle a ella, a mi bienamada abuela? Se revolvería en su tumba, pero no una vez, como suele decirse, sino —y ahora lo comprendo bien, especialmente debido a que actualmente me encuentro dotado de una particular «habilidad» para ponerme en el lugar de otro— lo haría tantas veces que casi, casi terminaría por transformarse en una «veleta irlandesa».
Por favor, lector, te lo suplico, ¡no te aflijas!... Claro está que también habré de escribir sobrela Tierra , pero con actitud tan imparcial que este planeta comparativamente tan pequeño, así como todo lo que contiene, habrá de guardar relación con el lugar que ocupa en la realidad y con el que, de acuerdo con tus propias conclusiones —alcanzadas por cierto, gracias a mi ayuda— debe ocupar en nuestro gran Universo.
También deberé hacer, por supuesto, que los diversos «héroes», como se los suele llamar, de mis escritos no sean del tipo preferido habitualmente por los escritores de todo rango y de todas las épocas; es decir, esos Pedros, Diegos y Pablos que nacen por un malentendido y que no logran alcanzar durante el proceso de su formación hasta lo que se llama «vida responsable» nada en absoluto de lo que es propio del surgimiento de la imagen de Dios, es decir, de un hombre; y se limitan tan sólo a desarrollar progresivamente en su interior, hasta su último suspiro, tales y tan diversos encantos, como por ejemplo la «lujuria», la «ruindad», el «amor», la «malicia», la «cobardía», la «envidia» y otros vicios similares indignos del hombre.
Es mi propósito incluir en mis escritos héroes tales que todo el mundo haya de percibir, quiera o no, y con todo su ser, como entes reales, capaces de hacer cristalizar inevitablemente en los datos de todos los lectores la idea de que son realmente «alguien» y no tan sólo «nadie».
Durante las últimas semanas —mientras guardaba cama por hallarme fisicamente enfermo-esbocé mentalmente un resumen de mis futuros escritos, tratando de concebir la forma y la secuencia de su exposición, hasta que finalmente decidí convertir en héroe principal de la primera serie de mis escritos a... ¿Sabes a quién?... Pues al mismísimo Gran Belcebú; aun cuando esta elección pudiera provocar desde un principio en la mentación de la mayoría de mis lectores asociaciones mentales de tal naturaleza que generen en su ser interior toda clase de impulsos automáticos contradictorios, procedentes de la acción de esa totalidad de datos indefectiblemente configurada en la psiquis de la gente -debido a todas las condiciones anormales de nuestra vida exterior-, datos que aciertan generalmente a cristalizar en ellos, debido a eso tan famoso que suele llamarse «moralidad religiosa» y que está muy latente y arraigado en la vida que llevan; por consiguiente, deben configurarse inevitablemente en ellos datos tales que produzcan una inexplicable hostilidad hacia mi propia persona.
¿Pero sabes una cosa, lector?
Para el caso en que decidas, pese a esta advertencia, arriesgarte a continuar conociendo mis escritos y trates de asimilarlos, siempre con un impulso de imparcialidad, y de comprender la esencia misma de los problemas a cuya dilucidación he dedicado mi obra; y en vista también de la peculiaridad inherente al psiquismo humano de que nada puede oponerse a la percepción de lo bueno cuando se establece, por así decirlo, un «contacto de sinceridad y confianza mutua», he de hacerte ahora una franca confesión acerca de las asociaciones surgidas en mi ser y que, como resultado, han precipitado en la esfera correspondiente de mi consciencia, los datos que decidieron a mi individualidad a escoger por héroe principal de mis escritos precisamente, al señor Belcebú y no a otro cualquiera.
Esta elección no estuvo, como se verá, desprovista de astucia. Mi astucia se basa simplemente en la suposición lógica de que si muestro cierta atención para con él, éste habrá de mostrarse, a su vez indefectiblemente —cosa que ya no puedo dudar— agradecido, ayudándome por lo tanto en la elaboración de mis escritos.
Si bien el señor Belcebú está hecho, como suele decirse «de otro paño», puede, sin embargo pensar y, lo que es más importante, posee —como aprendí hace mucho tiempo, gracias al tratado del famoso monje católico, el hermano Tontolón— una cola encaracolada, por lo cual yo, perfectamente convencido —como lo estoy por experiencia— de que esos encaracolamientos nunca son naturales sino que sólo pueden obtenerse mediante diversas manipulaciones intencionales, concluyo, en conformidad con la «sana lógica» de la hieroscopía delineada en mi consciencia a través de la lectura de diversos libros, que el señor Belcebú debe poseer también una buena dosis de vanidad por la cual habrá de parecerle en extremo inconveniente no ayudar a quien va a publicar Su nombre.
No en balde nuestro renombrado e incomparable maestro Mullah Nassr Eddin, dice con frecuencia:
«Sin untar la mano no sólo es imposible vivir tolerablemente en lugar alguno, sino incluso respirar.»
Y otro sabio también terreno, que si lo ha sido se lo debió tan sólo a la crasa estupidez de la gente, llamado Till Eulenspiegel, ha expresado una idea semejante con las siguientes palabras:
«Si no engrasas las ruedas, el carro no anda.»
Conociendo éstos, y también otros muchos dichos de la sabiduría popular incorporados a través de los siglos a la vida colectiva de la gente, decidí pues, «untar la mano» precisamente del señor Belcebú quien, como todos comprenderán, tiene posibilidades y conocimientos más que suficientes para utilizar en cuanto se le antoje.
¡ Suficientes, querido mío! Dejando de lado todas las bromas, incluso las de orden filosófico, podría parecer que, gracias a todos estos extravíos, hubieras infringido uno de los principios fundamentales arraigados en ti, echando los cimientos de un sistema proyectado previamente para la introducción de tus sueños en la vida por medio de esta nueva profesión, principio que consiste en lo siguiente: tener siempre presente y en cuenta el hecho del debilitamiento de la mentación del lector contemporáneo, así como el hecho de que no debe fatigársele con la percepción de muchas ideas a un tiempo.
Además, cuando le pregunté a una de las personas que siempre me rodean, «ansiosas de entrar en el Paraíso indefectiblemente con los zapatos puestos», que me leyera en voz alta y desde el principio al fin todo lo que yo había escrito en este capítulo preliminar, lo que se llama mi «yo» —claro está que con la participación de todos los datos definidos configurados en mi psiquis original durante mis últimos años, datos que me dieron entre otras cosas la comprensión del psiquismo de las criaturas de tipo diferente aunque similar al mío— comprobé y supe con certeza que en la integridad de todo lector sin excepción habría de surgir inevitablemente, gracias tan sólo a este primer capítulo, un «algo» que automáticamente engendraría cierta hostilidad definida hacia mi persona.
A decir verdad, no es esto lo que más me preocupa en este instante, sino el hecho de que una vez finalizada esta lectura también comprobé que en la suma total de todo cuanto en este capítulo se había expuesto, la totalidad de mi integridad en la cual tan reducido papel desempeña el «yo» antes mencionado, se manifestó decididamente en contra de uno de los mandatos fundamentales de aquel Maestro Común Universal a quien tanto y tan particularmente estimo, Mullah Nassr Eddin, que podría formularse con estas palabras:
«Nunca metas la nariz en un nido de avispas.»
La agitación que se adueñó de todo el sistema relacionado con mis sentimientos debido al conocimiento del hecho de que en el lector habría de surgir necesariamente un sentimiento poco amistoso hacia mí, cedió inmediatamente, tan pronto como recordé el antiguo proverbio ruso que afirma:
«No hay ofensa que no pase con el tiempo»; pero la agitación que provocó en mi sistema la comprensión de mi negligencia para con el mandamiento de Mullah Nassr Eddin, no sólo me sigue preocupando seriamente, sino que un proceso sumamente extraño, que comenzó en mis dos «almas» recientemente descubiertas, manifestándose bajo la forma de una aguda comezón, empezó a aumentar progresivamente hasta llegar a provocar un dolor casi intolerable en la región situada un poco más abajo de la mitad derecha de mi ya, sin esto, maltratado «plexo solar».
¡Pero espera!... También este proceso parece estar cediendo, y en todas las profundidades de mi consciencia; y —permítaseme decir— «incluso debajo de mi subconsciente», comienzan ya a surgir todos los requisitos necesarios para la seguridad completa de que finalmente habrá de cesar por entero, pues he acertado a recordar otro fragmento de la sabiduría de la vida y este pensamiento llevó a mi mentación a reflexionar que si bien actuaba, en verdad, contra el consejo del altamente apreciado Mullah Nassr Eddin, actuaba también, sin embargo, sin querer, de acuerdo con el principio de aquel simpático —poco conocido en el mundo, pero jamás olvidado por quienes lo conocieron— Karapeto de Tifus: toda una verdadera joya.
Puesto que este capítulo preliminar va siendo ya bastante largo, no importará demasiado que lo alargue todavía un poco más para contarte acerca del simpatiquísimo Karapeto de Tifus.
Debo aclarar ante todo, que hace unos veinte o veinticinco años, la estación de ferrocarriles de Tifus tenía un «silbato de vapor».
Todas las mañanas se le hacía sonar para despertar a los obreros ferroviarios y a los empleados de la estación; pero como la estación de Tifus se hallaba en un alto, el pito era oído prácticamente en toda la ciudad, despertando no sólo a los empleados ferroviarios sino también a todos los demás habitantes de la población de Tifus.
En vista de lo cual, el gobierno local, si mi memoria no me engaña, llegó incluso a intercambiar unas notas con las autoridades ferroviarias acerca de la perturbación ocasionada por el mencionado pito en el sueño matutino de los pacíficos ciudadanos.
La tarea de hacer pasar el vapor por el silbato todas las mañanas, estaba a cargo de nuestro Karapeto, quien trabajaba en aquella estación. De modo pues que, cuando día a día llegaba hasta la cuerda de la cual debía tirar para hacer pasar el vapor dentro del silbato, antes de tomarla, movía la mano en todas direcciones, pronunciando estentórea y solemnemente, como un muecín desde el minarete:
«Tu madre es una ..., tu padre es un ..., tu abuelo es más que un...; ojalá que tus ojos, tus oídos, tu nariz, tu bazo, tu hígado, tus callos...» y así sucesivamente; en resumen, pronunciaba con diversas variantes, todas las maldiciones que conocía; y sólo después de haber terminado con esto, tiraba de la cuerda.
Cuando por primera vez me llegaron noticias de este Karapeto y su peculiar práctica, decidí visitarlo un día, una vez finalizado el trabajo cotidiano, llevándole de regalo un pequeño barrilito de vino Kahketiniano; y después de celebrar solemnemente con los indispensables brindis de rigor, le pregunté —claro está que de la forma adecuada y también de acuerdo con el complejo local de la «afabilidad» para las relaciones mutuas— por qué hacía aquello.
Una vez que hubo vaciado su vaso de un trago y cantado el famoso canto georgiano «Poco fue lo que bebimos», comenzó a explicármelo plácidamente:
Puesto que tú bebes el vino, no como la gente de hoy día, es decir, tan sólo por las apariencias, sino honestamente, esto me demuestra desde el principio que no deseas informarte acerca de mi práctica por simple curiosidad, a diferencia de nuestros ingenieros y técnicos, sino debido a una verdadera sed de conocimiento, por lo cual deseo e incluso considero mi deber confesarte sinceramente la razón exacta de estos ínfimos y sutiles escrúpulos, por así llamarlos, que me condujeron a comportarme en tal forma y que, poco a poco, llegaron a conformar en mí un hábito.
Entonces me relató lo siguiente:
—Tiempo atrás solía trabajar en esta estación de noche, en la limpieza de las calderas, pero cuando se inauguró el silbato a vapor, el jefe de estación, teniendo en cuenta evidentemente mi edad y mi incapacidad para realizar adecuadamente la pesada tarea que tenía encomendada, me ordenó que me ocupara tan sólo de hacer sonar el pito, tarea para la cual tendría que trasladarme puntualmente a la estación todas las mañanas y todas las tardes.
Durante la primera semana en que presté este nuevo servicio, advertí en cierta ocasión que una vez cumplido mi deber, una especie de vago malestar se apoderaba de mí durante una o dos horas. Pero cuando ese extraño malestar, cada día más intenso, llegó finalmente a convertirse en una decidida enfermedad, que hasta me hizo perder el deseo de comer «Makshokh», comencé a pensar continuamente, a partir de entonces, cuál podría ser la causa del mal. En todo ello pensaba, y con especial intensidad, por una u otra razón, durante el trayecto de ida a mi trabajo o de regreso del mismo, pero por mucho que me esforzaba no lograba sacar en limpio absolutamente ninguna conclusión de mis cavilaciones.
Esto prosiguió durante casi dos años hasta que finalmente, cuando las callosidades de mis manos se habían endurecido con el contacto diario de la cuerda para hacer sonar el silbato, comprendí de pronto, casualmente, por qué había experimentado yo esa enfermedad.
El shock que produjo en mi mente la recta comprensión de lo que acontecía, como resultado de lo cual se formó en mí, al respecto, una inalterable convicción, fue cierta exclamación que acerté a oír involuntariamente en las siguientes y más bien peculiares circunstancias.
Una mañana en que me hallaba todavía medio soñoliento por haber pasado la primera mitad de la noche en el bautizo de la novena hija de un vecino mío y la otra mitad en la lectura de un interesantísimo y extraño libro que por casualidad había ido a parar a mis manos, llamadoLa Magia y los Sueños, mientras avanzaba presurosamente camino de la estación para hacer sonar el silbato, vi de pronto, en la esquina, un perrero-barbero-cirujano conocido mío, perteneciente al servicio del gobierno local, que me hizo señas para que detuviera mi marcha. La tarea de este perrero-barbero-cirujano amigo mío consistía en recorrer la ciudad a ciertas horas acompañado de un ayudante y provisto de un carruaje construido especialmente al efecto, recogiendo todos los perros extraviados cuyos collares no ostentasen las patentes de metal distribuidas por las autoridades locales como testimonio del pago del impuesto correspondiente, y llevando a los mencionados perros al matadero municipal donde los tenían durante dos semanas por cuenta del municipio, alimentándolos con los desechos de la matanza; si, expirado este plazo, los propietarios de los animales no los habían reclamado, pagando la tasa correspondiente, los perros eran conducidos, con cierta solemnidad, por un determinado pasaje que llevaba directamente a un horno construido al efecto.
Transcurrido un corto tiempo, salía por el otro extremo de este famoso e higiénico horno, con un delicioso sonido de gorgoritos, cierta cantidad de una grasa transparente e idealmente limpia para el provecho de los padres de nuestra ciudad dedicados a la fabricación de jabón y quizás también a alguna otra cosa, y con un murmullo no menos delicioso para el oído, salía también una considerable cantidad de otras muchas y útiles sustancias usadas como abono.
Este perrero-barbero-cirujano amigo mío empleaba el siguiente simple y admirablemente hábil procedimiento para atrapar a los canes:
Nuestro hombre se había procurado en alguna parte una red común de pescadores grande y vieja que, durante sus peculiares excursiones en pro del bienestar humano general a través de los arrabales de nuestra ciudad, llevaba consigo, dispuesta de forma adecuada sobre sus fuertes hombros, y cuando un perro sin su correspondiente «pasaporte» se ponía al alcance de su omnividente y, para todas las especies caninas, terrible ojo, sin pérdida de tiempo, y con la cautela de una pantera, se aproximaba a la víctima caminando sobre las puntas de los pies y, aprovechando el primer momento favorable en que el perro se hallaba distraído o interesado en alguna otra cosa, arrojaba la red sobre el mismo apresándolo en ella y luego, al colocarlo en el carro, le sacaba la red de tal forma que quedaba automáticamente preso en la jaula del mismo.
Precisamente en el momento en que mi amigo el perrero-barbero-cirujano me hizo señas para que me parara, estaba a punto de arrojar la red, oportunamente, sobre una nueva víctima que en ese instante se hallaba moviendo la cola muy contento mientras miraba a una perra. Precisamente en el momento en que mi amigo iba a lanzar su red, súbitamente comenzaron a resonar las campanas de una iglesia vecina, llamando a los fieles para sus plegarias matutinas. Tan inesperado estruendo en el silencio de la madrugada, hizo que el perro se espantase y saltando hacia un costado, se diera a la fuga por la calle solitaria con su mayor velocidad canina.
Tanta fue a causa de esto la furia del perrero-barbero-cirujano, que se le pusieron todos los pelos de punta, incluso los de las axilas, y arrojando la red sobre la acera, exclamó a gritos, al tiempo que escupía sobre el hombro izquierdo:
«Demonios! ¡Qué horas de echar al vuelo las campanas!»
No bien hubo alcanzado la exclamación del perrero-barbero-cirujano mi aparato reflexivo, un enjambre de diversos pensamientos comenzó a bullir en tomo mío hasta conducirme finalmente a la recta comprensión, a mi entender, de la razón por la cual se había producido en mí la enfermedad instintiva mencionada con anterioridad.
Tan pronto como se hizo patente en mí esta idea, experimenté una especie de resentimiento contra mí mismo por no habérseme ocurrido antes algo tan simple y tan claro.
Percibí con la totalidad de mi ser que mi efecto sobre la vida general no podía producir otro resultado que el proceso que en mí había venido desarrollándose.
Y en verdad, todos aquellos que se despiertan de madrugada al oír el ruido producido por el silbato de vapor, viendo así interrumpido su dulce sueño matutino, deben maldecirme sin duda «por todo lo que hay bajo el sol», a mí precisamente, la causa de este ruido infernal: en consecuencia, día a día, deben fluir hacia mi persona, procedentes de todas direcciones, innumerables vibraciones malignas de toda suerte.
Esa significativa mañana, mientras me encontraba, después de haber cumplido mis deberes, en el habitual estado de depresión que seguía siempre a mi tarea, me dediqué a meditar —en un «Dukhan» y mientras comía un «Hachi» con ajo— sobre este problema, llegando finalmente a la conclusión de que si yo maldecía a mi vez a aquellos quienes el cumplimiento de mi tarea para el beneficio de cierta parte de la población parecía perturbar sobremanera, entonces, de acuerdo con las explicaciones contenidas en el libro que había leído la noche anterior, por mucho que aquellos, que como podría llamárseles, «yacen en la esfera de la idiocia», es decir, en el adormilamiento intermedio entre el sueño y la vigilia, pudieran maldecirme, ningún efecto podrían tener esas maldiciones —según las explicaciones del mismo libro— sobre mí.
Y efectivamente, desde que comencé a hacerlo, no volví ya a sentir aquella enfermedad instintiva.
Pues bien, ahora, paciente lector, debo realmente dar fin a este capítulo preliminar. Sólo me resta firmarlo.
EL QUE...
¡Un momento! ¡Gran error! Una firma no es cuestión de bromas; en caso contrario podría sucederle a uno lo mismo que a aquel ciudadano de uno de los imperios dela Europa central, que debió pagar el alquiler correspondiente a diez años por una casa que sólo ocupó durante tres meses, únicamente porque había estampado su firma en un papel que lo comprometía a renovar el contrato por el alquiler de la casa todos los años.
Por ésta, así como por otras muchas experiencias perfectamente conocidas, deberé mostrarme sumamente cauteloso en lo que a mi firma se refiere.
Muy bien, entonces.
El que en su infancia se llamó «Tatakh»; en la adolescencia «Moreno»; luego el «Griego Negro»; en su madurez, el «Tigre del Turquestán» y ahora, no cualquier cosa, sino el auténtico «Monsieur o Mister Gurdjieff», sobrino del «Príncipe Mukransky» o, para terminar, simplemente, un «Maestro de Danzas».
Esta es la razón por la cual yo también, ahora, al lanzarme a esta aventura totalmente nueva para mí —me refiero a la creación literaria— voy a empezar por pronunciar esta expresión y, lo que es más, por pronunciarla, no sólo en voz alta, sino incluso con toda claridad y con una plena (según la definían los antiguos Tolositas) «entonación totalmente manifestada»; con esa plenitud, por supuesto, que sólo puede florecer en mi totalidad, de los datos ya formados y perfectamente arraigados en mí para dicha manifestación; datos que se forman generalmente en la naturaleza del hombre —dicho sea de paso— durante su edad preparatoria y que más tarde, durante su vida responsable, engendran en él la capacidad para la manifestación de la naturaleza y la vivificación de dicha entonación.
Habiendo comenzado así, pues, puedo ahora sentirme perfectamente tranquilo e incluso podría llegar a tener la seguridad de que, de acuerdo con las ideas de moralidad religiosa aceptadas por mis contemporáneos, todo cuanto acontezca a partir de ahora en esta nueva aventura mía, habrá de desarrollarse armoniosamente y sin violencia o, como dicen algunos, «como una pianola».
En todo caso, éste es el comienzo; en cuanto al resto, por ahora sólo puedo decir, como decía el ciego, «ya veremos».
Antes que nada, voy a poner mi propia mano, además la derecha, que —si bien se halla momentáneamente lesionada debido al contratiempo que no hace mucho me sobrevino— no deja por ello de ser realmente mi propia mano que nunca jamás en toda mi vida me ha abandonado, sobre el corazón —claro está que también el mío—, (sobre cuya constancia o inconstancia no considero necesario explayarme aquí) para confesar con franqueza que personalmente, no tengo el menor deseo de escribir, pero circunstancias imperiosas, totalmente ajenas a mí me han forzado a hacerlo y yo mismo no sé si esas circunstancias surgieron por accidente o fueron creadas intencionalmente por fuerzas extrañas. Lo que sí sé es que dichas circunstancias no me impulsan a escribir cualquier cosa, por ejemplo, una de esas lecturas que sirven para dormimos después de habernos acostado, sino pesados y voluminosos tratados.
Pero sea como fuere, voy a comenzar...
¿Pero con qué comienzo?
¡Ah, demonios! ¿Será posible que otra vez se repita aquí la desagradabilísima y altamente extraña sensación que acerté a experimentar hace unas tres semanas, cuando ordenaba mis pensamientos a fin de elaborar el lineamiento general de las ideas destinadas a la publicación, y tampoco supe cómo habría de comenzar?
La sensación entonces experimentada sólo podría expresarla ahora con estas palabras: «el temor de ahogarme en la marea de mis propios pensamientos.»
A fin de poner término a esa indeseable sensación podría haber recurrido aún entonces a la ayuda de esa maléfica propiedad que también existe en mí, al igual que en mis contemporáneos, y que ha llegado a ser inherente a todos nosotros, la cual nos permite, sin que experimentemos el más mínimo remordimiento de consciencia, postergar cualquier cosa que debamos hacer, dejándola «para mañana».
En mi caso particular, esto podría haberme resultado sumamente fácil, puesto que antes de iniciar la elaboración efectiva de estos escritos, podía suponer que contaba todavía con muchísimo tiempo: pero esto no es así ya, y debo, por consiguiente, comenzar sin desmayos y, como suele decirse, «aunque reviente».
¿Pero con qué comienzo...?
¡ Hurra! ... ¡ Eureka!
Casi todos los libros que he acertado a leer en mi vida comenzaban con un prefacio. De modo que en este caso, también yo debo empezar con algo por el estilo.
Digo «por el estilo», debido a que, en general, en el transcurso de mi vida, desde el momento en que comencé a distinguir un varón de una niña, nunca hice nada, absolutamente nada, como lo hacen los demás, bípedos destructores de los bienes de
En todo caso, dejando de lado el prefacio convencional, voy a comenzar simplemente con una Advertencia.
Esta forma de iniciar la obra será sumamente juiciosa de mi parte, si no por otra razón, simplemente porque no se hallará en contradicción con mis principios —ya sean éstos orgánicos o psíquicos— ni tampoco con ninguna de mis normas «arbitrarias» de conducta; al tiempo que también será honesta —claro está que honesta en el sentido objetivo— porque tanto yo mismo como todos los demás que me conocen a fondo, habrán de esperar con absoluta certeza que, debido a mis escritos, desaparezca por completo en la mayoría de los lectores, en forma inmediata y no gradual —como tarde o temprano ha de ocurrir con el tiempo a toda la gente— toda la «riqueza» que atesoran, ya sea que les fuera transmitida por herencia o que la hubieran ganado con su trabajo, bajo la forma de conceptos tranquilizadores que sugieran ensueños sencillos, así como hermosas representaciones de sus vidas en el momento actual y en los tiempos por venir.
Los escritores profesionales suelen redactar estas introducciones dirigiéndose al lector por medio de toda clase de frases grandilocuentes, «melosas» e «infladas».
Sólo en este punto habré de seguir su ejemplo, empezando yo también con algunas frases dirigidas al lector, pero tratando de no hacerlas demasiado «azucaradas», como aquellos suelen hacerlo por razón especialmente de su maligna sabihondez, mediante la cual deslumbran la sensibilidad de los lectores más o menos normales.
Por lo tanto... mis queridos, honorabilísimos, voluntariosos y —claro está— pacientes Señores y mis estimadísimas, encantadoras e imparciales Señoras —perdonadme, olvidaba lo más importante— ¡mis de-ningún-modo histéricas Señoras!
Tengo el alto honor de informaros que si bien, debido a ciertas circunstancias surgidas en una de las últimas etapas del proceso de mi vida, me dedico actualmente a escribir libros, no sólo jamás he escrito libro alguno durante toda mi vida ni trabajos de esos que llaman «artículos», sino que tampoco he escrito siquiera una carta donde fuera inevitable observar lo que se llaman «reglas gramaticales» y, en consecuencia, aunque estoy a punto de convertirme en escritor profesional, como no he tenido en absoluto práctica alguna en lo concerniente a todas las reglas y procedimientos profesionales establecidos, o en lo concerniente a lo que suele llamarse la «lengua literaria de buen tono», me veo forzado a escribir en forma totalmente distinta a la que los «escritores patentados» suelen usar, forma ésta con la cual el lector debe hallarse tan familiarizado como con su propia cara.
A mi entender, tu principal inconveniente, lector, en este caso, quizás se deba principalmente al hecho de que ya en la más temprana infancia, implantaron en tu ser, armonizándose más tarde en forma ideal con tu psiquismo general, un excelente automatismo funcional para percibir cualquier clase de impresiones nuevas; y gracias a esta «bendición» no necesitas ahora, durante tu vida responsable, realizar el menor esfuerzo individual en ese sentido.
Si he de hablar con franqueza, diré que yo, en mi interior, discierno personalmente el centro de mi confesión, no en mi falta de conocimientos, acerca de todas las reglas y procedimientos seguidos por los escritores, sino en mi carencia de lo que he llamado «lengua literaria de buen tono», invariablemente exigida en la vida contemporánea, no sólo a los escritores, sino también a cualquier mortal ordinario.
En cuanto a aquélla, es decir, a mi falta de conocimientos acerca de las diferentes reglas y procedimientos literarios, debo declarar que no me preocupa mucho.
Y si no me preocupa, ello se debe a que esta «ignorancia» ya ha ingresado a la vida de la gente, entrando a formar parte de cierto orden de cosas. Así surgió esta bendición que ahora florece por toda la superficie de
Esta extraña enfermedad se manifiesta en que, si el paciente tiene algo de literato y se le pagan tres meses de sueldo por adelantado, él (ella o ello) empieza a escribir invariablemente, o bien un «artículo», o un libro entero.
Puesto que conozco perfectamente esta nueva enfermedad humana y su epidémica difusión sobre
Puesto que así lo entiendo, me siento íntimamente inclinado a convertir mi ignorancia de la lengua literaria en el centro de gravedad de mi advertencia.
Como autojustificación, o quizás también para atemperar la censura de vuestra consciencia vigilante con respecto a mi desconocimiento de este idioma indispensable para la vida contemporánea, considero necesario declarar, con el corazón pleno de humildad y con las mejillas rojas por el rubor de la vergüenza, que si bien a mí me enseñaron este idioma en mi infancia, y si bien algunos de mis mayores que me prepararon para la vida responsable me obligaron constantemente —sin ahorrar ni perdonar» ningún medio intimidatorio— a «aprender de memoria» la hueste de diversos «matices» que componen en su totalidad esta «delicia» contemporánea, no obstante, desgraciadamente — por supuesto— para vosotros, de todo aquello que aprendí de memoria, nada perduró para salir a la luz en mis actuales actividades de escritor.
Y nada perduró, según lo comprendí claramente hace poco tiempo, no por falta alguna de mi parte o por culpa de mis viejos y respetados —o no respetados— maestros, sino porque todo este trabajo humano fue realizado inútilmente debido a un suceso inesperado y completamente excepcional que aconteció en el momento en que hice mi aparición en esta Tierra de Dios; hecho que consistió en que —como cierto ocultista famoso en Europa me explicó después de una minuciosa investigación «psico-astrológica», según se llaman estas investigaciones— en ese preciso momento, a través del agujero abierto en el vidrio de la ventana por nuestro chivo rengo enloquecido, cayó una lluvia de vibraciones sonoras procedentes del fonógrafo Edison de un vecino, mientras la partera paladeaba en la boca una tableta saturada de cocaína de origen germano que, además, no era «Ersatz», saboreando la mencionada tableta alegremente, al compás de los sonidos que entraban por el vidrio roto.
Aparte de este hecho, de por sí raro para la gente normal, mi situación actual se deriva también de que tiempo más tarde, durante las etapas preparatoria y adulta de mi vida —como llegué a saber después de largas reflexiones, debo confesarlo, siguiendo el método del profesor alemán Herr Stumpsinschmausen— siempre evité instintiva y automáticamente (a veces, incluso, conscientemente), emplear, por principio, ese idioma para el trato con los demás. Y semejante trivialidad, quizá no tan trivial, la manifesté gracias nuevamente a tres datos que se configuraron en mi totalidad durante la edad preparatoria, datos éstos sobre los cuales pienso informaros más adelante en este mismo capítulo de mis escritos.
Como quiera que ello haya sido, el hecho real, iluminado por los cuatro costados como un anuncio publicitario norteamericano, y que no puede ya ser alterado por fuerza alguna, es que, repito, si bien hasta hace poco me consideraban un maestro bastante bueno de danzas sagradas, me he convertido ahora en escritor profesional y tengo el firme propósito de escribir en abundancia —ha sido característica mía desde la infancia hacerlo todo siempre «largo y tendido»—; sin embargo, pese a que carezco, como veis, de la práctica automáticamente adquirida y automáticamente expresada necesaria para la tarea, me veré forzado a escribir todo cuanto he meditado en el simple idioma ordinario de todos los días, impuesto por la vida, sin ningún rebuscamiento literario y sin «sabihondeces gramaticales».
¡Pero la medida no ha sido colmada todavía!... Puesto que todavía no he decidido la cuestión más importante de todas, a saber, en qué idioma he de escribir.
Aunque empecé a escribir en ruso, en ese idioma, sin embargo, según diría el más sabio de los sabios, Mullah Nassr Eddin, en ese idioma, no se puede llegar muy lejos.
(Mullah Nassr Eddin o como también suele llamársele, Hodja Nassr Eddin, es poco conocido, al parecer, en Europa y América, pero es muy famoso en todos los países del continente asiático; este legendario personaje equivale al Tío Sam de los norteamericanos o al Till Eulenspiegel de los alemanes. Muchos cuentos populares en Oriente, afines a los sabios aforismos, algunos de origen antiguo y otros más recientes, fueron atribuidos y se atribuyen todavía a este Nassr Eddin.)
El idioma ruso, no puede negarse, es excelente. Hasta creo que me gusta, pero... solamente para contar anécdotas o para utilizarlo cuando uno alude a su parentela.
El ruso es como el inglés; este último es también excelente, pero sólo para discutir en las «salas de fumar», sentados en un sillón con las piernas estiradas sobre otro, acerca de la carne congelada australiana o, en ciertas ocasiones, de la cuestión hindú.
Estos dos idiomas son como el plato conocido en Moscú con el nombre de «sollanka», en el cual hay de todo salvo tú y yo; a decir verdad, todo lo que uno pueda desear e incluso, el «Cheshma»[1], de Sheherezade.
También debo decir que a raíz de todo tipo de factores accidentales, o quizás no tan accidentales, que influyeron sobre mi juventud, tuve que aprender —por lo demás con la mayor seriedad y siempre, por supuesto, por autoimposición— a hablar, leer y escribir gran número de idiomas, llegando a dominarlos hasta tal punto, que si al seguir esta profesión tan inesperadamente impuesta sobre mí por el Destino, decidiese no sacar partido del «automatismo» que se adquiere con la práctica, quizás pudiera escribir en cualquiera de ellos. Pero si he de utilizar juiciosamente este automatismo automáticamente adquirido que tan fácil se ha vuelto gracias a una larga práctica, entonces deberé escribir en ruso o en armenio porque las peripecias de mi vida durante las dos o tres últimas décadas fueron tales que me vi obligado a usar en el trato social con la demás gente los dos idiomas, volviéndome por consiguiente, altamente diestro en su manejo automático.
¡Ah, diablos!.., aun siendo así las cosas, uno de los aspectos de mi psiquismo peculiar, insólito para el hombre medio, ha empezado ya a atormentar todo mi ser.
Y la principal razón de esta infelicidad que se ha apoderado de mí en edad ya madura, proviene del hecho de que ya en la infancia recibí en mi peculiar psiquismo, junto con otras muchas inutilidades perfectamente superfluas para la vida contemporánea, un patrimonio tal que siempre, y en todas las cosas, me impulsa automática y unánimemente a actuar de acuerdo tan sólo con la sabiduría popular.
En el caso actual, como siempre me sucede en otras ocasiones similares de la vida tan indefinidas como ésta, me viene a la mente ese aforismo de la sabiduría popular que ya regulaba las vidas de los pueblos más antiguos y que ha pasado de boca en boca hasta nuestros días, en la siguiente expresión:
«Todas las varas tienen siempre dos puntas.»
Al tratar por primera vez de comprender el pensamiento esencial y realmente significativo oculto detrás de esta extraña fórmula verbal, debe surgir ante todo, a mi entender, en la consciencia de todo hombre más o menos sano mentalmente, la impresión de que, en la totalidad de las ideas sobre las que se basa y de las que debe fluir la sensata noción de este dicho, reside la verdad —conocida por todo el mundo desde hace siglos—, de que toda causa que obre en la vida del hombre, procedente de cualquier fenómeno, como uno de los dos efectos opuestos de otras causas, se halla necesariamente estructurada, a su vez, en dos efectos completamente opuestos; es decir, por ejemplo, que si «algo» procedente de dos causas diferentes genera la luz, también deberá generar, inevitablemente, un fenómeno opuesto, esto es, la oscuridad; de este modo, si un factor genera en el organismo de un ser vivo un impulso de satisfacción palpable, también generará, necesariamente, una correspondiente insatisfacción, también palpable por supuesto, y así sucesivamente, siempre y en todas las cosas.
Teniendo pues, presente, en mi propio caso, este aserto popular formado a través de varios siglos y objetivado por la idea de una vara, la cual tiene en verdad, según se dijo, dos extremos, siendo el uno bueno y el otro malo, si me decido a valerme del automatismo antes mencionado adquirido por mí sólo gracias a una larga práctica, claro está que será para mí un gran bien; pero de acuerdo con aquel aforismo, en el lector tendrá precisamente el efecto opuesto; y qué es lo contrario del bien, cualquiera que no sufra de hemorroides podrá comprenderlo fácilmente.
En suma: si valiéndome del privilegio, tomo la vara por el extremo bueno, entonces el extremo malo habrá de caer inevitablemente «sobre la cabeza del lector.»
Y es bien factible que eso suceda, debido a que las —por así llamarlas— «filigranas» de los problemas de la filosofia no pueden expresarse en ruso, y es mi intención detenerme frecuentemente a considerar esos problemas en el curso de esta obra; en cuanto al armenio, si bien este idioma se prestaría bastante bien a este propósito, para desgracia de todos los armenios contemporáneos, el empleo de este idioma para los asuntos contemporáneos se ha vuelto ya completamente impracticable.
A fin de aliviar el dolor procedente de la íntima herida que este hecho me produce, debo declarar que en mi juventud, cuando comencé a interesarme en los problemas filológicos, dedicándoles a ellos todo mi tiempo, prefería el idioma armenio a cualquier otro, incluida mi lengua materna.
Este idioma era entonces mi favorito debido, principalmente, a su originalidad y a que no tenía nada en común con los idiomas vecinos y afines.
Como dicen los «filólogos» eruditos, todas sus tonalidades eran otras tantas características peculiares del mismo y, a mi entender, incluso entonces concordaba perfectamente con la psiquis del pueblo que integraba aquella nación.
Pero el cambio sufrido por este idioma durante los últimos treinta o cuarenta años, del cual yo he sido testigo, ha sido tan profundo, que en lugar de poseer ahora una lengua independiente y original heredada desde un pasado remoto, tenemos en la actualidad una jerga que, si bien es original e independiente como su antecesora, constituye sin embargo una «especie de bufonesco popurrí de idiomas», la totalidad de cuyas consonancias, al ser percibidas por el oído de un interlocutor más o menos consciente y comprensivo, suenan exactamente como los «tonos» del turco, persa, francés, kurdo y ruso, en una confusión de ruidos inarticulados e indigeribles.
Casi otro tanto podría decirse de mi lengua materna, el griego, que hablaba en mi infancia y que todavía conserva para mí el «sabor del poder asociativo automático». Me atrevo a decir incluso, que actualmente podría expresar cualquier cosa en griego; pero emplearlo para escribir es para mí imposible, por la simple razón, bastante cómica por lo demás, de que es necesario que alguien traduzca luego mis escritos a otras lenguas. Pero si los escribiera en griego, ¿quién podría hacer esta tarea?
Se puede asegurar sin temor a equivocarse que incluso el mejor experto en griego moderno no comprendería absolutamente nada de lo que yo pudiera escribir en la lengua materna que aprendí en mi infancia, debido a que mis queridos «compatriotas», por así llamarlos, inflamados con el deseo de parecerse a toda costa a los representantes de la civilización contemporánea también en su conversación, han tratado a mi amada lengua materna durante estos treinta o cuarenta años exactamente de la misma forma en que los armenios, ansiosos de imitar a la aristocracia rusa, trataron a la suya.
La lengua griega, cuyo espíritu y esencia me fueron transmitidos por la herencia, y el idioma que actualmente habla el pueblo griego se parecen tanto como, según la expresión de Mullah Nassr Eddin, «un clavo a un réquiem».
¿Qué haremos entonces? ¡Ay, ay!... no te aflijas, estimado consumidor de mis «sabihondeces». Si tan sólo dispusiera de abundante Armagnac francés y de «bastournia khaizariana», no tardaría en encontrar una salida incluso para situación tan dificil.
En esto soy zorro viejo.
Tan a menudo me ha tocado vivir situaciones dificiles y luego tuve que desembarazarme de ellas, que esto ya se ha convertido en una costumbre para mí.
En cuanto a mi dificultad actual, escribiré por ahora parte en ruso y parte en armenio, pues entre la gente que siempre tengo a mi alrededor hay varias personas capaces de «cerebrar» con bastante facilidad en ambos idiomas, por lo cual confio en que más adelante serán capaces de verter sin dificultades mis escritos a otros idiomas.
Sea ello como fuere, he de repetir una vez más —a fin de que el lector lo recuerde, pero no como suele recordar otras cosas y comprometer sobre esa base su palabra de honor ante los demás y ante sí mismo— que cualquiera que sea el idioma que emplee, siempre y en todos los casos, evitaré lo que he llamado «lengua literaria de buen tono».
Respecto a esto, el hecho más extraordinario y curioso y uno incluso de los más dignos de tu amor al conocimiento, lector, más digno quizás de lo que tú puedas concebir, es el de que en mi niñez, es decir, desde que nació en mí la necesidad de destruir los nidos de los pájaros y de molestar a las hermanitas de mis amigos, surgió en mi (como le llamaban los antiguos teósofos) «cuerpo planetario» y, lo que es más aún (aunque no sé por qué), principalmente en la «mitad derecha», una sensación instintivamente involuntaria que gradualmente —hasta la época en que me convertí en maestro de danzas— fue tomando la forma de un sentimiento definido, y entonces, cuando gracias a la profesión que por aquel tiempo ejercía trabé relación con numerosas personas de «tipos» diversos, también comenzó a formarse en mi «espíritu» la convicción de que estos idiomas habían sido recopilados por gente, o más bien por «gramáticos», que son con respecto al conocimiento de un idioma dado exactamente iguales a esos animales bípedos a quienes nuestro muy estimado Mullah Nassr Eddin ha caracterizado con las siguientes palabras: «Todo lo que saben hacer es disputar con los cerdos sobre la calidad de las naranjas».
Este tipo de gente que se ha convertido, por así decirlo, en «polillas» destructoras de los bienes que nos fueron legados por nuestros antepasados, carecen de la menor idea o noticia del hecho estridentemente obvio de que, durante la edad preparatoria, tiene lugar la adquisición en la función cerebral de todos los seres, incluido el hombre, de una propiedad particular y definida, cuya materialización automática era llamada por los antiguos korkolanos «ley de asociación», y de que el proceso de nientación de todos los seres, y en especial el hombre, se desarrolla en estricto acuerdo con esta ley.
En vista del hecho de haber acertado a tocar accidentalmente un problema que se ha convertido recientemente en uno de mis, digamos, «hobbies», es decir el proceso de la mentación humana, me parece posible afirmar —ya en este primer capítulo— y sin esperar a llegar al sitio asignado de antemano en este libro para la dilucidación de dicho problema, algo al menos relacionado con aquel axioma que accidentalmente llegó a mi conocimiento, de que en
El segundo tipo de nientación, es decir, la «nientación por la forma», por medio de la cual, en rigor, debe percibirse también y asimilarse el sentido exacto de toda idea escrita tras la confrontación consciente con los datos previamente conocidos, tiene lugar en la gente, guardando una relación de dependencia con las circunstancias del medio geográfico, clima, época, etc., y en general, con el medio total en que se ha desarrollado la existencia del individuo hasta su estado adulto.
En consecuencia, se configuran en el cerebro de los individuos pertenecientes a diferentes razas y que habitan medios geográficos diversos, un vasto número de formas completamente independientes, acerca de una misma cosa o incluso una misma idea; formas que, durante su funcionamiento, es decir, durante la asociación, recuerdan por su naturaleza a una u otra sensación que condiciona subjetivamente una representación definida, y esa representación es luego expresada por esta o aquella palabra, útil tan sólo para su expresión subjetiva exterior.
Esta es la razón por la cual cada palabra para una misma cosa o idea, adquiere casi siempre para los individuos pertenecientes a medios geográficos diferentes y razas diversas, un «contenido íntimo», por así decirlo, perfectamente definido y completamente distinto.
En otras palabras, si en el ser total de un hombre dado que se hubiera desarrollado y formado en una determinada localidad, se hubiese configurado una «forma» como resultado de las influencias e impresiones locales específicas y esta forma evocara en él, por asociación, la sensación de un «contenido íntimo» definido y, por consiguiente la de una representación o noción definida para cuya expresión hubiera de emplear una u otra palabra que con el transcurso del tiempo terminara por volverse habitual y, como he dicho, subjetiva, para este individuo dado, cuando un oyente, en cuyo ser se hubiera formado, debido a las diferentes circunstancias que rodearon su educación y crecimiento, una forma de diferente «contenido íntimo» para aquella palabra determinada, escuchase dicha palabra, habría de percibirla siempre y comprenderla también invariablemente, en un sentido completamente distinto.
Este hecho, dicho sea de paso, puede establecerse con toda precisión mediante la observación atenta e imparcial, cuando uno presencia un intercambio de opiniones entre dos personas pertenecientes a razas diferentes o educadas y criadas en localizaciones geográficas distintas.
De modo, pues, que, alegre y engreído candidato a receptor de mis sabihondeces, habiéndote ya advertido que voy a escribir, no como los «escritores profesionales», sino de forma totalmente distinta, te aconsejo ahora, antes de embarcarte en la lectura de mis exposiciones, que reflexiones seriamente, emprendiéndola tan sólo, tras una profunda meditación. En caso contrario, mucho me temo que tu órgano del oído, así como otros órganos perceptivos y digestivos, tan y tan acabadamente automatizados con la «lengua literaria de la aristocracia intelectual» que habita actualmente sobre
De esta posibilidad que emana de mi lenguaje, o mejor dicho, hablando con rigor, de la forma de mi mentación, estoy ya, con todo mi ser, y gracias a la frecuente repetición de mis experiencias pasadas, completamente convencido, exactamente del mismo modo en que un perfecto asno se halla convencido de la razón y justicia de su obstinación.
Una vez advertido el lector de lo más importante, no tendré que cuidarme especialmente de los demás aspectos de la cuestión. Aun cuando se produjera cualquier malentendido por causa de mis escritos, tú, lector, serías el único culpable y mi consciencia estaría tan limpia como por ejemplo.., la del ex Kaiser Guillermo.
Es casi seguro que llegado a este punto, el lector estará pensando que soy, por supuesto, un individuo joven con un exterior auspicioso y, como dicen algunos, un «interior sospechoso» y que, como buen autor novel, estoy tratando con toda intención, evidentemente, de mostrarme excéntrico con la esperanza de hacerme famoso y, de este modo, rico.
Pero si verdaderamente piensa eso, está muy, pero muy equivocado.
En primer lugar, no soy joven; tanto he vivido que a lo largo de mi vida ya he pasado, como dicen, «no sólo por el molino, sino por todas las muelas»; y en segundo lugar, no escribo en general para procurarme una carrera o para afirmarme personalmente sobre una base sólida mediante esta profesión, la cual, debo agregar, proporciona a mi juicio, muchas puertas para quienes quieran convertirse en candidatos directos a ingresar en el «Infierno». (Suponiendo, claro está, que esa gente pueda, en general, por medio de su Ser, perfeccionarse incluso hasta aquel punto, debido a que, no sabiendo cosa alguna por sí mismos, escriben toda clase de artificios para alcanzar populachería y de este modo, adquiriendo automáticamente autoridad, se convierten casi en uno de los principales factores que, en su totalidad, vienen disminuyendo sostenidamente, año a año, la, sin esto, ya en extremo menguada psiquis de la gente).
En lo que a mi carrera personal se refiere, gracias a todas las fuerzas de arriba y abajo, y, si tú quieres, incluso de derecha e izquierda, la he materializado ya hace tiempo, y también desde largo tiempo atrás vengo «pisando firme» y, lo que es más aún, tengo la certeza total de que esta firmeza habrá de durar todavía muchos años, pese a todos mis enemigos pasados, presentes y futuros.
Sí, creo que también debería contarte acerca de una idea que acaba de surgir en mi cerebro y es la de pedir especialmente al impresor, a quien he de entregar mi primer libro, que imprima el primer capítulo de mis escritos de tal forma que pueda ser leído sin necesidad de cortar antes las páginas del libro, de modo tal que, una vez enterado el lector de que el libro no ha sido escrito de la manera habitual, es decir, con el propósito de producir en la mentación de uno, en forma sumamente suave y fácil, imágenes atrayentes y ensueños adormecedores, pueda, si así lo desea, sin necesidad de un intercambio inútil de palabras con el librero, devolverlo y recuperar nuevamente su dinero, ganado tal vez, con el sudor de su frente.
Y esto habré de hacerlo indefectiblemente además, porque precisamente ahora acabo de recordar lo que le aconteció a un kurdo transcaucásico, cuya historia me fue narrada en mi adolescencia y que, cuantas veces volví a recordarla en ocasiones similares en los años posteriores, me produjo un perdurable impulso de ternura. Creo que será sumamente conveniente para mí y también para ti, contarte esta historia con cierto detalle.
Será conveniente, especialmente debido a que ya me he decidido a hacer de la «sal», o como diría un negociante contemporáneo judío de pura sangre, el «Tzimus», de este cuento, uno de los principios básicos de esta nueva forma literaria que estoy tratando de emplear para alcanzar el objetivo que me he propuesto con esta mi nueva profesión.
Este kurdo transcaucásico salió cierta vez de su pueblo, por uno u otro negocio, rumbo a la capital; una vez llegado a la misma, vio en el puesto de un frutero en el mercado, un colorido despliegue de toda clase de frutas.
En este conjunto, advirtió una sumamente hermosa, tanto por su color como por su forma, y tanto le cautivó su aspecto y tan grande fue su deseo de probarla, que, pese a no llevar casi dinero encima, decidió comprar por lo menos uno de estos magníficos bienes de
Entonces, con gran ansiedad y con una osadía poco habitual en él, entró en el puesto y señalando la fruta con su calloso dedo le preguntó el precio al comerciante. A lo cual respondió éste que la libra de aquella «fruta» costaba dos centavos.
Convencido de que el precio no era en absoluto elevado para lo que en su opinión constituía un hernioso fruto, el kurdo de nuestra historia resolvió comprar una libra entera.
Una vez finalizados sus negocios en la ciudad, emprendió el viaje de regreso hacia su casa ese mismo día.
Mientras caminaba, a la hora del crepúsculo, por valles y montañas, percibiendo, quieras que no, la visibilidad exterior de aquellos encantadores fragmentos del seno de
—nuestra Madre Común— e inhalando el aire puro y sin contaminar (a diferencia de la asfixiante atmósfera de las ciudades industriales de hoy), nuestro kurdo sintió repentinamente, como es natural, el deseo de regalarse con una rápida merienda; de modo que, sentándose a un lado del camino, sacó de su bolsa un pedazo de pan y la «fruta» que lo había cautivado con su tentador aspecto en el puesto del mercado, y comenzó a comer alegremente.
Pero... ¡Horror de los horrores!... No bien había dado el primer bocado cuando todo su interior comenzó a arder. Pero a pesar del fuego que lo abrasaba, siguió comiendo.
Así pues, esta infortunada criatura bípeda de nuestro planeta siguió comiendo, gracias tan sólo a aquella peculiar característica humana que mencioné más arriba; me refiero al principio que intentaba convertir, cuando me decidí a usarlo como base de la nueva forma literaria por mí creada, en, por así decirlo, la guía de todos mis actos, conducente a uno de los objetivos perseguidos; principio cuyo sentido y significación no tardará el lector, estoy seguro, en captar —claro está que de acuerdo con su grado de comprensión— en el transcurso de la lectura de cualquier capítulo posterior de mis escritos, si, por supuesto, se decide a correr el riesgo de seguir avanzando en la lectura del libro; o quizás, también podría suceder que incluso antes de finalizar este primer capítulo ya «olfateara» algo.
Así pues, precisamente en el momento en que nuestro kurdo se hallaba abrumado por las insólitas sensaciones que su extraña merienda procedente del seno de
—,Pero qué estás haciendo, borrico de Jericó? ‘Te vas a quemar vivo! Deja ya de comer esos ‘pimientos picantes’ a cuyo extraordinario sabor no está acostumbrada tu naturaleza.
A lo cual replicó el kurdo:
—Jamás!; por nada del mundo los dejaría yo de comer. ¿No me gasté acaso mis últimos dos centavos en comprarlos? Aunque mi alma se separe aquí mismo de mi cuerpo seguiré comiendo hasta terminarlos.
Por lo cual nuestro decidido kurdo —claro está que no podemos dudar ya de su resuelto carácter— lejos de tirar los pimientos, siguió comiéndolos ávidamente.
Después de esto, espero que se haya producido, lector, en tu mentación, una correspondiente asociación mental que habrá de afectar en ti, como consecuencia, tal como suele suceder a veces a nuestros contemporáneos, aquello que generalmente llamas entendimiento, y en este caso habrás de comprender por qué yo, perfectamente familiarizado con esta peculiaridad humana —y apiadado de la misma— cuya manifestación inevitable consiste en que si alguien paga dinero por alguna cosa es probable que se sienta obligado a usarla hasta el final, me hallaba impregnado en la totalidad de mi ser con la idea, surgida en mi mentación, de tomar todas las medidas posibles a fin de que tú («mi hermano en el espíritu y en el apetito», según reza el dicho) —en el caso de que sólo estés acostumbrado a la lectura de toda clase de libros, pero, escritos exclusivamente en la antes mencionada «lengua de la aristocracia intelectual»— habiendo pagado ya cierta suma de dinero por mis escritos y habiéndote enterado inmediatamente después de haberlos comprado de que no habían sido escritos en el cómodo y fácilmente legible idioma habitual, no te sintieras obligado como consecuencia de aquella mencionada peculiaridad humana, a leer mis escritos de cabo a rabo, cueste lo que cueste, del mismo modo que nuestro infortunado kurdo transcaucásico se creyó obligado a comer hasta el fin aquello que tanto lo había cautivado por su aspecto, es decir, los nobles y rojos pimientos picantes.
De este modo, a fin de evitar todo malentendido derivado de esta peculiaridad, para la que se han formado los datos necesarios en el ser total del hombre contemporáneo, gracias evidentemente a su habitual concurrencia al cinematógrafo y gracias, también, a que jamás pierde la oportunidad de mirar el ojo izquierdo del sexo opuesto, es mi deseo que este capítulo inicial haya de imprimirse de la forma antes mencionada, de modo que cualquiera pueda leerlo del principio al fin sin tener que cortar las páginas del libro.
De otro modo, el librero habría de, como suele decirse, «cavilar» y actuar, indefectiblemente, de acuerdo con el principio básico de todos los libreros en general, que, para formularlo según su propia expresión, reza en la forma siguiente: «Más que papanatas serás si, como el pescador, dejas escapar el pescado que ya se ha tragado el anzuelo», rechazando la devolución de un libro cuyas páginas habían sido abiertas. No me cabe ninguna duda acerca de esta posibilidad; a decir verdad, tengo la absoluta certeza de esa falta de consciencia por parte de los libreros.
Y los datos necesarios para la génesis de mi certeza con respecto a la falta de consciencia por parte de los libreros se formaron acabadamente en mi personalidad cuando, durante el ejercicio de mi profesión de «Fakir hindú», tuve necesidad, para la completa dilucidación de cierto problema «ultrafilosófico», de familiarizarme también, entre otras cosas, con el proceso asociativo para la manifestación del psiquismo automáticamente configurado de los libreros contemporáneos y de sus dependientes, cuando venden los libros a sus clientes.
Sabedor de todo esto, y habiéndome convertido, desde que la desgracia cayó sobre mí, en justo y fastidioso en extremo, por regla general, no puedo dejar de repetir, o mejor dicho, no puedo dejar de advertirte nuevamente, de aconsejarte y de suplicarte fervorosamente, antes de que empieces a cortar las páginas de éste mi primer libro, que leas atentamente, del principio al fin, e incluso más de una vez, el primer capítulo de mis escritos.
Pero en caso de que, a pesar de esta advertencia, desearas conocer el contenido posterior de mi exposición, entonces todo cuanto me resta por hacer no es sino desearte con toda mi «auténtica alma» un gran, pero muy grande apetito, y que «digieras» todo cuanto leas, no sólo para el bien de tu salud, sino también para el bien de la salud de todos aquellos que te rodean. He dicho «con mi auténtica alma» debido a que, por haber vivido en época reciente en Europa y haber establecido frecuentes contactos con determinadas personas que, en todas las ocasiones apropiadas e inapropiadas muestran una fuerte tendencia a tomar en vano todos los nombres sagrados que sólo deben pertenecer a la vida más íntima de un hombre, es decir, con personas que juran en el vacío, y siendo yo, como ya he confesado antes, un fervoroso adherente, no sólo de los dichos teóricos en general, sino también de los aforismos prácticos de la sabiduría popular afirmados a través de largos siglos, y por consiguiente, del dicho que en el caso actual corresponde a aquello que podría expresarse con las palabras: «Allí donde fueres, haz lo que vieres», decidí, a fin de no desentonar con la costumbre establecida aquí en Europa de jurar en el transcurso de cualquier conversación ordinaria y de actuar, al mismo tiempo, de acuerdo con el mandamiento enunciado por los sagrados labios de San Moisés:
«no tomarás el nombre de Dios en vano», decidí valerme de uno de aquellos ejemplos contenidos en los idiomas de moda «recién salidos del horno», esto es, el inglés, y así, a partir de entonces, comencé en ciertas ocasiones necesarias a jurar por mi «alma inglesa».
El hecho es que en este tan elegante idioma, las palabras «alma» (son!) y la base del pie, también llamada «planta» (‘so/e,), se pronuncian casi exactamente de la misma manera.
Yo no sé lo que tú, que ya eres en parte candidato a comprador de mis escritos, pensarás, pero mi peculiar naturaleza es incapaz incluso con el mayor deseo mental, de refrenar una gran indignación ante el hecho, puesto de manifiesto por individuos pertenecientes a la civilización contemporánea, de que lo más elevado del hombre, particularmente amado por nuestro PADRE CREADOR COIVIUN, pueda realmente llamarse, y pueda llegar a comprenderse
con suma frecuencia, en verdad, e incluso antes de haberse hecho completamente claro su significado— como la parte que es la más baja y sucia del hombre.
Pero basta ya de «filologías». Volvamos ahora a la principal tarea de este capítulo inicial, destinado, entre otras cosas, a remover, por un lado, los adormilados pensamientos míos y del lector, y, por el otro, a advertir al lector sobre ciertas cosas.
De este modo, ya me he trazado mentalmente el plan general de las exposiciones pertinentes, pero qué forma habrán de tomar sobre el papel, si he de hablar francamente, yo mismo no lo sé en mi consciente, sino en mi subconsciente; de hecho, siento ya con bastante precisión que, en su totalidad, habrá de tomar la forma de algo que será, por así decirlo, «picante» y que tendrá un efecto semejante en la integridad de todos los lectores al del pimiento rojo en el cuento del desdichado kurdo transcaucásico.
Ahora que el lector ya conoce la historia de nuestro simple campesino, considero llegado el momento de realizar una confesión y, por consiguiente, antes de proseguir con el primer capítulo, que no es sino una a manera de introducción a mis trabajos posteriores, deseo llevar al conocimiento de lo que llamamos la «consciencia despierta pura» del lector el hecho de que en los escritos que siguen a ese capítulo de advertencia habré de exponer mis pensamientos deliberadamente, en tal sucesión y según tal confrontación lógica, que la esencia de ciertas nociones reales pueda pasar por sí misma, automáticamente, por así decirlo, de esta «consciencia despierta» —que la mayoría de la gente confunde, en su ignorancia, con la consciencia real, pero que yo afirmo y pruebo experimentalmente que sólo se trata de una consciencia ficticia— a lo que se llama el subconsciente, que tendría que ser, a mi juicio, la verdadera consciencia humana, produciendo en ese punto, mecánicamente, la transformación que debe tener lugar generalmente en la integridad del hombre y darle, a partir de su propia mentación consciente, los resultados que merece, propios del hombre y no de los meros animales mono o bicerebrados.
Así, me formé la resolución de hacerlo indefectiblemente, de modo tal que este capítulo inicial, destinado como ya dije a despertar, lector, tu consciencia, justificara plenamente su propósito y, alcanzando no sólo tu, en mi opinión, ficticia «consciencia», sino también tu consciencia real, es decir, lo que tú llamas subconsciente, pudieras, por primera vez, llegar a reflexionar de forma activa.
En la totalidad de todo hombre, independientemente de cual sea su herencia y su educación, se forman dos consciencias independientes, que tanto en su funcionamiento como en sus manifestaciones casi nada tienen en común. Una de ellas se forma a partir de la percepción de toda clase de impresiones mecánicas, accidentales o deliberadas procedentes de los demás, entre las cuales están las «consonancias» de diversas palabras que se hallan, como hemos dicho, vacías; y la otra consciencia se forma a partir de los, por así llamarlos, «resultados materiales ya formados previamente» que le son transmitidos por la herencia, que se han mezclado con las partes correspondientes de la totalidad del hombre y también a partir de los datos que surgen de su evocación intencional de las confrontaciones asociativas de esos «datos materializados», que ya están en él.
La totalidad de la formación, junto a la manifestación de esta segunda consciencia humana, la cual no es otra cosa que lo que llamamos «subconsciente» y que se forma a partir de los resultados materializados de la herencia y de las confrontaciones originadas por las propias intenciones, debería, a mi juicio —formado después de muchos años de dilucidaciones experimentales llevadas a cabo en condiciones excepcionalmente favorables—, predominar en la presencia común del individuo.
Como consecuencia de esta convicción, que sin duda debe parecerte todavía el fruto de la fantasía de una mente alterada, no puedo ahora, como tú mismo podrás ver, pasar por alto esta segunda consciencia y, obligado por mi esencia, me siento forzado a elaborar la exposición general de incluso este primer capítulo de mis escritos, esto es, el capítulo a manera de prefacio de todo lo que habrá de seguir, teniendo en cuenta que debe llegar, e «inquietar» adecuadamente, a las percepciones acumuladas en esas dos consciencias tuyas.
Con esta consideración presente en el pensamiento, continúo pues mi exposición; debo ante todo informar a tu consciencia ficticia de que, gracias a los tres datos peculiares precisos que cristalizaron en mi ser total a lo largo de diversos períodos de mi edad preparatoria, soy realmente único en el, por así llamarlo, «trastrueque» de todas las ideas y de las convicciones que se suponían firmemente fijadas en el ser total de la gente con quienes entro en contacto.
¡Ya! ¡Ya! ¡Ya!...
Desde ahora presiento que en tu «falsa» —pero según tú crees «real»— consciencia, comienzan a agitarse, como «mariposas», todos los datos de importancia que te han sido transmitidos por herencia desde tu tío y tu madre. La totalidad de dichos datos, siempre y en todas las cosas, engendra en ti el impulso, por lo menos —pero no obstante, extremadamente bueno— de la curiosidad, en este caso, curiosidad por descubrir lo más rápido posible por qué yo, es decir, un escritor novel cuyo nombre no ha sido jamás mencionado en los periódicos, me he vuelto de golpe tan único e irremplazable.
¡No te preocupes! Personalmente me hallo sumamente complacido con el despertar de esa curiosidad, aun cuando ello ocurra tan sólo en tu «falsa consciencia», puesto que ya sé por experiencia que a veces este indigno impulso del hombre puede llegar a pasar de esa consciencia a la propia naturaleza y convertirse en un impulso digno, es decir, el impulso del deseo de aprender, el cual, a su vez, facilita una mejor percepción e incluso una más estrecha comprensión de la esencia de cualquier objeto en el que, como suele suceder, pudiera concentrarse la atención del hombre contemporáneo y, por consiguiente, casi estoy deseando satisfacer, con sumo agrado, la curiosidad que acaba de nacer en tí en este momento.
Pues bien; es tiempo ya de que, prestando atención, trates de justificar y no defraudar mis esperanzas. Esta original personalidad mía, «olfateada» ya por ciertos individuos definidos de ambos coros de
El surgimiento del mismo tuvo lugar cuando yo era todavía tan sólo un «querubín regordete». Mi querida abuela, ya fallecida, vivía entonces y tenía algo más de cien años de edad.
Cuando mi abuela —que la gloria de Dios sea con ella— estaba en su lecho de muerte, mi madre, como era costumbre entonces, me llevó a su lado y cuando yo le besé la mano derecha, mi querida abuela me colocó su moribunda mano izquierda sobre la cabeza y con un susurro apenas audible me dijo:
—Tú, el mayor de mis nietos, escúchame! Escúchame y recuerda siempre éste, mi último deseo: nunca te comportes en la vida como lo hacen los demás.
Así que hubo dicho esto, me miró el puente de la nariz y advirtiendo evidentemente mi perplejidad y mi escasa comprensión de lo que me había dicho, agregó algo irritada, con autoridad:
—O no hagas nada —ve a la escuela solamente— o si no, haz algo que nadie más que tú haya hecho.
E inmediatamente después, sin vacilación alguna y con una perceptible actitud de desdén por todo cuanto la rodeaba, así como con una admirable autoconsciencia, puso su alma directamente en las manos del arcángel Gabriel.
Entiendo que será interesante e incluso instructivo para ti, saber que todo esto produjo en mí tan profunda impresión, que de pronto me volví incapaz de soportar la presencia de persona alguna a mi alrededor, de modo que, tan pronto como salimos de la habitación en que yacía el «cuerpo planetario» mortal de la causa de mi despertar, silenciosamente, tratando de no llamar la atención, me deslicé hacia el arca en que, durante la cuaresma, se guardaban el salvado y las cáscaras de patata para nuestros «auxiliares sanitarios», es decir, nuestros cerdos, y allí me quedé, sin comer ni beber, en medio de una tempestad de agitados y confusos pensamientos
—de los cuales, por fortuna para mí, sólo tenía entonces en mi aniñado cerebro un número extremadamente reducido— hasta que mi madre regresó del cementerio; pues sus llantos al descubrir que había desaparecido, tras una yana búsqueda, llegaron, por así decirlo, a «abrumarme», de modo que inmediatamente abandoné el arca y poniéndome en pie sobre el borde, corrí hacia ella con las manos extendidas y aterrándome a sus faldas, comencé involuntariamente a dar patadas al suelo e ignoro por qué, a imitar el rebuzno del asno de nuestro vecino el alguacil.
Por qué me produjo aquello una impresión tan fuerte y por qué tuve entonces casi automáticamente una conducta tan extraña, es cosa que no puedo decidir ahora, si bien en años recientes, especialmente en los días llamados de «carnestolendas», medité largamente sobre este punto, tratando principalmente de descubrir su causa.
Se me presentó entonces la hipótesis lógica de que quizás ello se debió tan sólo a que la habitación en que se desarrollara esta sagrada escena, que tan tremendo significado habría de tener durante el resto de mis días, se hallaba impregnada hasta el último rincón con el aroma de un incienso especial procedente del monasterio del «Viejo Athos», sumamente popular entre los adeptos a diversas sectas cristianas. Sea como fuere, el hecho es que así sucedió.
Durante los días que siguieron a este suceso, nada de particular me aconteció, a menos que hubiese guardado alguna relación con lo anterior el hecho de que, en aquellos días, caminé más que de costumbre con los pies en el aire, es decir, sobre las manos.
Mi primer acto, evidentemente en desacuerdo con las manifestaciones de los demás, si bien verdaderamente ajeno a la participación, no sólo de mi consciencia, sino también de mi subconsciente, tuvo lugar exactamente en el cuadragésimo día después de la muerte de mi abuela, en una ocasión en que toda nuestra familia, nuestros parientes y todos aquellos para quienes mi querida abuela —a quien todos amaban— se había convertido en verdadero objeto de estima, nos reunimos en el cementerio, según la costumbre, a fin de realizar sobre sus restos mortales, guardados en la tumba, lo que suele llamarse el «servicio de réquiem»; entonces, repentinamente, sin ton ni son, en lugar de observar la conducta convencional entre la gente de cualquier grado de moralidad tangible e intangible y de toda suerte de posición material, es decir, en lugar de quedarme en pie y en silencio, abrumado por el dolor, con expresión afligida en el rostro e incluso con lágrimas en los ojos, comencé a brincar alrededor de la tumba, en una especie de danza, cantando:
«Dejad que con los santos descanse, Ahora que ya es ‘fiambre’;
¡ Ay! ¡ Ay! ¡ Ay.
Dejad que con los santos descanse,
Ahora que ya es fiambre.»
y así seguí.
Y fue así, precisamente, como empezó a surgir en mi integridad un «algo» que, con respecto a toda clase de, por así llamarlas, «monerías», es decir, con respecto a las imitaciones de las manifestaciones automatizadas ordinarias de los que me rodeaban, siempre engendró en mí lo que he de denominar ahora un «impulso irresistible» a no hacer las cosas como los demás.
Daré algunos ejemplos de los actos que por entonces solía realizar con más frecuencia.
Si, por ejemplo, mientras me enseñaban a tomar la pelota con la mano derecha, mi hermano, mis hermanas y los niños del vecindario que venían a jugar con nosotros, arrojaban la pelota al aire, yo, con la misma intención antedicha, hacía rebotar primero la pelota en el suelo y sólo una vez que había rebotado, me lanzaba, no sin hacer antes un salto mortal, hacia ella, para tomarla sólo con el pulgar y el dedo medio de la mano izquierda; o bien, si todos los demás niños se dejaban deslizar por el suelo desde una cierta altura, cabeza abajo, yo a mi vez también trataba de hacerlo e incluso cada vez mejor, pero, para utilizar las palabras de los chicos, lo hacía «de culo»; o bien, si nos regalaban algunos pasteles de los llamados «Abarania», todos los demás niños, antes de llevárselos a la boca, les pasaban primero la lengua, evidentemente para probarlos y disfrutar la agradable sensación inminente, sin embargo yo empezaba oliéndolos por los cuatro costados, llegando a veces, incluso, a acercármelos al oído, escuchando atentamente; luego, casi inconscientemente, aunque con toda seriedad, murmuraba para mis adentros «No deberás comerlo, o reventarás», canturreando al mismo tiempo rítmicamente; a continuación, engullía por fin un trozo entero bruscamente y sin saborearlo, para luego recomenzar de nuevo; etc., etc., etc.
La primera vez que se manifestó en mí uno de los dos datos mencionados, convertidos más tarde en las fuentes «vivificadoras» para la nutrición y el perfeccionamiento de las instrucciones impartidas por mi abuela fallecida, coincidió con la edad en que dejé de ser un querubín regordete para convertirme en lo que se llama un «sabandija», habiendo empezado a ser ya, como a veces suele decirse, un «aspirante a joven caballero de agradable apariencia y dudoso contenido».
Estas son las circunstancias que rodearon a dicho suceso y que quizás se hallen combinadas de algún modo con el propio Destino.
Junto con cierto número de sabandijas como yo, me hallaba un día colocando trampas para palomas en el techo de la casa de un vecino, cuando de repente me dijo uno de los chicos que estaban en pie a mi lado, mientras clavaba sus ojos en los míos fijamente:
—Me parece que el lazo de cerda tendría que estar dispuesto de tal modo que nunca apresara el dedo mayor de la paloma, pues, como nuestro profesor de zoología nos explicó recientemente, durante el movimiento, es precisamente en ese dedo donde la paloma concentra sus fuerzas y por consiguiente, si este dedo es atrapado por el lazo, la paloma podría, como es natural, romperlo fácilmente.
Otro muchacho, agachado precisamente enfrente de mí, y de cuya boca, dicho sea de paso, salía saliva en profusión y en todas direcciones siempre que hablaba, se abalanzó sobre esta observación del primero, embarcándose, con copiosa proyección de saliva, en la siguiente refutación:
—Cierra el pico, descendiente de hotentotes! ¡Eres un aborto, igual que tu maestro! Si fuera cierto que la mayor fuerza fisica de la paloma está concentrada en el dedo mayor, entonces, con más razón, tendríamos que tratar de atrapar ese dedo en el lazo. Sólo entonces habría algún sentido para nuestro objetivo —es decir, el de cazar estas infortunadas criaturas— en aquella particularidad cerebral propia de todos los poseedores de ese suave y resbaloso «algo» que consiste en que, cuando, gracias a otras acciones, de las cuales depende su insignificante manifestabilidad, se origina una necesaria ley periódica conforme a lo que suele llamarse ‘cambio de presencia’, entonces, esta pequeña, por así llamarla «ley conforme a la confusión» que debe entrar en acción para animar otros actos en su funcionamiento general, permite inmediatamente que el centro de gravedad de la función total, en la cual este resbaloso «algo» desempeña un papel muy pequeño, pase momentáneamente de su lugar habitual a otro sitio, debido a lo cual se obtienen a menudo en la totalidad de su función general, inesperados y ridículos resultados que rayan en lo absurdo.
Descargó estas últimas palabras con tal profusión de saliva, que a mí me pareció como si mi rostro hubiera estado expuesto a la acción de un «atomizador» —no un producto «Ersatz»— inventado por los alemanes para teñir las telas con colorantes de anilina.
Esto era más de lo que yo podía soportar y, sin abandonar mi posición en cuclillas, me lancé sobre él de cabeza, golpeándolo con todas mis fuerzas en la boca del estómago; la intensidad del impacto fue tan grande que cayó al suelo sin conocimiento.
No sé, ni quiero saber, con qué ánimo habrá de formarse en tu mentación el resultado de las declaraciones relativas a la extraordinaria coincidencia —en mi opinión— de las circunstancias de la vida que pasaré a formular a continuación, si bien para mi mentación, esta coincidencia constituyó un material excelente para asegurar la posibilidad de que este suceso por mí descrito, que tuvo lugar en mi juventud, no se desarrollara simplemente por pura casualidad, sino obedeciendo a la creación intencional de ciertas fuerzas extrañas.
El hecho es que esta destreza me fue acabadamente revelada sólo unos pocos días antes de este suceso, por un sacerdote griego procedente de Turquía, quien, perseguido por los turcos a raíz de sus convicciones políticas, se había visto obligado a huir del país y que, a su llegada a nuestra ciudad, había sido contratado por mis padres para que me enseñara el griego moderno. Ignoro en qué datos apoyaba sus convicciones e ideas políticas, pero recuerdo perfectamente que en todas las conversaciones, incluso cuando me explicaba la diferencia existente entre las expresiones exclamatorias en el griego antiguo y en el moderno, proporcionaba ejemplos en los que claramente se manifestaban sus sueños y sus deseos de marcharse lo antes posible a la isla de Creta, revelando así ser un verdadero patriota.
Pues bien; al contemplar el efecto de mi acometida, me sentí, debo confesarlo, horriblemente asustado, dado que, ignorando la reacción natural que provocan los golpes en ese lugar, creía haberlo matado.
En el momento en que experimentaba este temor, otro muchacho, primo de aquel que se había convertido, por así decirlo, en la primera víctima de mi «aptitud para la defensa personal», poseído evidentemente por el sentimiento que llamamos de «consanguinidad», se abalanzó inmediatamente sobre mí, asestándome un violento puñetazo en la cara.
Este golpe, me hizo, lo que se dice, «ver las estrellas» y al mismo tiempo, se me hinchó la boca como si hubiera encerrado en ella la comida necesaria para la alimentación artificial de un millar de pollos.
Al cabo de cierto tiempo, y amortiguado ya el efecto de estas dos extrañas sensaciones, descubrí efectivamente la presencia de cierto objeto extraño en mi boca que, al extraerlo con los dedos, resultó ser nada menos que una muela de grandes dimensiones y extraña forma.
Al yerme contemplar este extraordinario diente, todos los demás chicos se amontonaron a mi alrededor comenzando ellos también a examinarlo con gran curiosidad, en medio de un raro silencio.
Para entonces, el que había perdido el conocimiento, se había recobrado completamente y, uniéndose al grupo, comenzó a mirar el diente compartiendo la intriga general, como si nada le hubiese pasado.
Este extraño diente tenía siete puntas, y en el extremo de cada una de ellas sobresalía en relieve una gota de sangre y a través de cada una de estas gotas brillaba nítida y definidamente, uno de los siete aspectos de la manifestación del rayo blanco.
Después de este silencio, insólito en un grupo de «sabandijas», nuevamente renació nuestra algarabía, y en medio de esta algarabía, decidimos ir a ver inmediatamente al peluquero, perito en la extracción de dientes, para preguntarle por qué era así ese diente.
De modo pues que, sin esperar un instante más, descendimos todos del tejado y nos marchamos hacia la peluquería, claro está que conmigo, el «héroe del día» orgullosamente en cabeza.
El peluquero, después de una rápida ojeada, declaró que se trataba tan sólo de una «muela del juicio» y que todos los individuos pertenecientes al sexo masculino que son alimentados exclusivamente con la leche de la madre hasta que pronuncian por primera vez las palabras «papá» y «mamá» y que a primera vista pueden reconocer entre otros muchos rostros el de su propio padre, poseen una de estas muelas.
Como consecuencia de la suma total de los efectos de este suceso —mi pobre «muela del juicio» se convirtió en un sacrificio completo— no solamente comencé a tener, a partir de ese momento, una consciencia en perpetua absorción, con respecto a todas las cosas de la propia esencia de la esencia de la orden de mi abuela —que Dios la tenga en su gloria— sino que, debido a que no fui a un «dentista diplomado» para hacerme tratar la cavidad que había sido ocupada por el diente en cuestión, lo cual, a decir verdad, no pude hacerlo en razón de hallarse mi hogar demasiado alejado de todo centro cultural contemporáneo, comenzó a exudar en forma crónica de esta cavidad un «algo» que —como me explicó en época muy reciente un celebérrimo meteorólogo con quien nos hemos hecho «íntimos amigos» debido a las frecuentes reuniones en los restaurantes nocturnos de Montmartre— tenía la propiedad de despertar un gran interés por las causas de cualquier «hecho real» sospechoso, así como de estimular cierta tendencia a averiguar el origen del mismo; y esta propiedad, que no me había sido transmitida por herencia, me condujo de forma gradual y automática a convertirme finalmente en un verdadero perito en la investigación de todos los fenómenos anormales que me salían al paso, lo cual ocurría con suma frecuencia.
Recién formada en mi ser esta propiedad, después de este suceso —en que yo, claro está que con la cooperación de nuestro OMNICOMUN SENOR EL DESPIADADO HEROPASS, es decir, el «fluir del tiempo», me transformé en el joven que ya he descrito— se convirtió para mí en una llama imperecedera y real de consciencia.
El segundo de los mencionados factores vivificantes, para la fusión completa, esta vez de las instrucciones de mi querida abuela con todos los datos que constituyen mi ser individual general, fue la totalidad de impresiones recibidas a través de la información que tuve la suerte de adquirir, en relación con el hecho que tuvo lugar entre nosotros, aquí, en
He aquí la formulación en palabras de este nuevo «principio de la vida universal y total»:
«Si estás de parranda, parrandea hasta el fin, incluyendo el franqueo.»
Como este «principio», actualmente universal, surgió en el mismo planeta en que tú naciste y en que, además, transcurre tu existencia rodeada de rosas y con algún que otro fox-trot que bailas de vez en cuando, me considero sin derecho a ocultarte la información que poseo, y que arroja cierta luz sobre algunos detalles precisamente del surgimiento de ese principio universal.
Poco tiempo después de habérseme inculcado el nuevo patrimonio mencionado anteriormente, es decir, el impulso incansable hacia la dilucidación de las razones que explican la aparición de toda clase de «hechos reales», a mi primera llegada al corazón de Rusia, la ciudad de Moscú —donde me dediqué, no encontrando ninguna otra cosa para la satisfacción de mis necesidades psíquicas, a la investigación de las leyendas y proverbios rusos—, acerté a aprender —no sé si por accidente o como consecuencia de un encadenamiento causal objetivo regido por una ley que no conozco— lo siguiente:
Había una vez un mercader ruso que no era, por su aspecto exterior, sino eso: un simple mercader que debía viajar frecuentemente de su pueblo de provincias a la segunda capital de Rusia, la ciudad de Moscú, por un negocio u otro. Sucedió un día que su hijo —el favorito del padre, pues se parecía extraordinariamente a la madre— le pidió que le trajera cierto libro de la capital.
Cuando este gran autor inconsciente del «principio de la vida» universal y total, llegó a Moscú, hizo, junto con un amigo, lo que era entonces y sigue siendo todavía habitual allí:
emborracharse completamente con vodka.
Y así que estos dos habitantes de este vasto agrupamiento contemporáneo de criaturas bípedas hubieron bebido un número conveniente de vasos de esta «bendición rusa» y hubieron discutido lo que se llama la cuestión de la «educación pública» —con la cual ha sido de rigor, durante mucho tiempo, empezar todas las conversaciones— nuestro mercader recordó repentinamente, por asociación, la petición de su querido hijo, resolviéndose a salir inmediatamente en compañía de su amigo, en busca de una librería para comprar el libro.
Una vez en la librería, el mercader, después de revisar cuidadosamente el libro que había solicitado, preguntó el precio.
A lo cual el vendedor replicó que costaba sesenta kopeks.
Al advertir que el precio marcado en la cubierta del libro era de sólo cuarenta y cinco kopeks, nuestro mercader comenzó a reflexionar de un modo extraño, inusitado en general en los rusos, y después, retrayendo los hombros, enderezándose casi como una columna y sacando el pecho como un oficial de la guardia, dijo, después de una corta pausa, con voz muy suave pero con entonación que dejaba apreciar una gran autoridad:
—Pero aquí marca cuarenta y cinco kopeks. ¿Por qué me pide sesenta?
Ante lo cual, el librero, poniendo lo que se llama una cara «oleaginosa», propia de todos los vendedores, contestó que el libro costaba ciertamente nada más que cuarenta y cinco kopeks, pero que él debía venderlo a sesenta porque los quince kopeks de diferencia habían sido agregados para el franqueo.
Ante semejante respuesta, nuestro mercader ruso, perplejo frente a dos hechos tan completamente contradictorios, pero evidentemente conciliables, clavó la vista en el cielo raso y se entregó a una nueva meditación, pero esta vez como un profesor inglés que hubiera inventado una cápsula para el aceite de ricino; hasta que por fin, volviéndose bruscamente hacia su amigo, profirió por primera vez sobre la faz de
Esto es, pues, lo que le dijo a su amigo:
—No importa, nos llevamos el libro. Total, hoy estamos de parranda y «si uno anda de parranda hay que parrandear hasta el fin, incluyendo el franqueo».
En cuanto a mí, condenado, desgraciadamente, a experimentar en vida las delicias del «Infierno», tan pronto como tuve conocimiento de todo esto, algo sumamente extraño que nunca había experimentado antes ni volví a experimentar después, comenzó a manifestarse inmediatamente en mi interior. Era como si en mi ser se hubieran establecido toda suerte de «competencias», como las llaman los «Hivintzes» contemporáneos, entre asociaciones y experiencias procedentes de fuerzas diversas.
Al mismo tiempo, comencé a sentir una comezón casi intolerable en toda la región de la columna vertebral y un cólico, también intolerable, en el mismísimo centro del plexo solar, y todo esto, es decir, estas sensaciones de acción recíproca fueron reemplazadas súbitamente, después de cierto tiempo, por un estado de profunda paz interior que sólo una vez volvió a repetirse más tarde en mi vida, cuando se me hizo objeto de la ceremonia de la gran iniciación en
Si antes de haber trabado relación con este «principio de la vida universal y total» hubiera concretado todas las manifestaciones en forma diversa de la habitual a los otros animales bípedos semejantes a mí que conmigo vegetan y se desenvuelven en el mismo planeta, lo habría hecho automáticamente y a menudo sólo a medias consciente; pero después de este episodio comencé a hacerlo conscientemente y además con una sensación instintiva de dos impulsos confundidos: la autosatisfacción y el autoconocimiento, al cumplir correcta y honorablemente mi deber para con la gran Naturaleza.
Debe hacerse hincapié en el hecho de que aun cuando ya antes de este suceso me comportaba de forma diferente a los demás, mis manifestaciones pasaban en general inadvertidas a los ojos de mis coetáneos; pero a partir de ese momento en que la esencia de este principio vital fue asimilada por mi naturaleza, todas mis manifestaciones, tanto las deliberadas y dirigidas hacia un objetivo dado como aquellas otras emanadas simplemente, como se dice, de la «pura casualidad», adquirieron cierta cualidad vivificante, facilitando la formación de «callos» en los órganos perceptivos de todas las criaturas semejantes a mí, sin excepción, que dirigían su atención directa o indirectamente hacia mis actos; esto por una parte, por la otra, yo mismo comencé a ejecutar todas estas acciones en conformidad con las instrucciones impartidas en su lecho de muerte por mi difunta abuela, tratando de llevarlas hasta su límite extremo; de modo que por fin adquirí automáticamente la costumbre de, al emprender cualquier actividad nueva, así como ante cualquier cambio —por supuesto en gran escala— proferir siempre para mis adentros o en voz alta: «Si te vas de parranda, parrandea hasta el fin, incluyendo el franqueo.»
Y ahora, por ejemplo también en este caso, dado que, por causas ajenas a mí, procedentes tan sólo de las extrañas y azarosas circunstancias de mi vida, he acertado a dedicarme a escribir libros, me veo obligado a hacerlo también en conformidad con aquel mismo principio que gradualmente se ha venido haciendo más definido, gracias a diversas y extraordinarias combinaciones dispuestas por la propia vida y que han hecho que se confundiera con cada uno de los átomos que componen mi integridad.
Comenzaré ahora a poner en ejecución este principio psico-orgánico mío, eludiendo la práctica seguida por todos los escritores, y establecida a través de los tiempos desde el pasado más remoto, de tomar como tema de sus escritos hechos que se supone han ocurrido o están ocurriendo en
Cualquier escritor puede escribir dentro de la escala terrena; pero yo no soy cualquier escritor. ¿Podría confinarme acaso, a esta, en el sentido objetivo, «mezquina Tierra» nuestra? Es decir, ¿podría tomar por tema de mis escritos los mismos que en general han tomado los demás escritores? No debo hacerlo bajo ningún concepto, y si no por otras razones, tan sólo simplemente por que lo que nuestros cultivados espíritus afirman, podría resultar cierto de buenas a primeras; y mi abuela podría enterarse de esto; y ¿comprendes lo que podría sucederle a ella, a mi bienamada abuela? Se revolvería en su tumba, pero no una vez, como suele decirse, sino —y ahora lo comprendo bien, especialmente debido a que actualmente me encuentro dotado de una particular «habilidad» para ponerme en el lugar de otro— lo haría tantas veces que casi, casi terminaría por transformarse en una «veleta irlandesa».
Por favor, lector, te lo suplico, ¡no te aflijas!... Claro está que también habré de escribir sobre
También deberé hacer, por supuesto, que los diversos «héroes», como se los suele llamar, de mis escritos no sean del tipo preferido habitualmente por los escritores de todo rango y de todas las épocas; es decir, esos Pedros, Diegos y Pablos que nacen por un malentendido y que no logran alcanzar durante el proceso de su formación hasta lo que se llama «vida responsable» nada en absoluto de lo que es propio del surgimiento de la imagen de Dios, es decir, de un hombre; y se limitan tan sólo a desarrollar progresivamente en su interior, hasta su último suspiro, tales y tan diversos encantos, como por ejemplo la «lujuria», la «ruindad», el «amor», la «malicia», la «cobardía», la «envidia» y otros vicios similares indignos del hombre.
Es mi propósito incluir en mis escritos héroes tales que todo el mundo haya de percibir, quiera o no, y con todo su ser, como entes reales, capaces de hacer cristalizar inevitablemente en los datos de todos los lectores la idea de que son realmente «alguien» y no tan sólo «nadie».
Durante las últimas semanas —mientras guardaba cama por hallarme fisicamente enfermo-esbocé mentalmente un resumen de mis futuros escritos, tratando de concebir la forma y la secuencia de su exposición, hasta que finalmente decidí convertir en héroe principal de la primera serie de mis escritos a... ¿Sabes a quién?... Pues al mismísimo Gran Belcebú; aun cuando esta elección pudiera provocar desde un principio en la mentación de la mayoría de mis lectores asociaciones mentales de tal naturaleza que generen en su ser interior toda clase de impulsos automáticos contradictorios, procedentes de la acción de esa totalidad de datos indefectiblemente configurada en la psiquis de la gente -debido a todas las condiciones anormales de nuestra vida exterior-, datos que aciertan generalmente a cristalizar en ellos, debido a eso tan famoso que suele llamarse «moralidad religiosa» y que está muy latente y arraigado en la vida que llevan; por consiguiente, deben configurarse inevitablemente en ellos datos tales que produzcan una inexplicable hostilidad hacia mi propia persona.
¿Pero sabes una cosa, lector?
Para el caso en que decidas, pese a esta advertencia, arriesgarte a continuar conociendo mis escritos y trates de asimilarlos, siempre con un impulso de imparcialidad, y de comprender la esencia misma de los problemas a cuya dilucidación he dedicado mi obra; y en vista también de la peculiaridad inherente al psiquismo humano de que nada puede oponerse a la percepción de lo bueno cuando se establece, por así decirlo, un «contacto de sinceridad y confianza mutua», he de hacerte ahora una franca confesión acerca de las asociaciones surgidas en mi ser y que, como resultado, han precipitado en la esfera correspondiente de mi consciencia, los datos que decidieron a mi individualidad a escoger por héroe principal de mis escritos precisamente, al señor Belcebú y no a otro cualquiera.
Esta elección no estuvo, como se verá, desprovista de astucia. Mi astucia se basa simplemente en la suposición lógica de que si muestro cierta atención para con él, éste habrá de mostrarse, a su vez indefectiblemente —cosa que ya no puedo dudar— agradecido, ayudándome por lo tanto en la elaboración de mis escritos.
Si bien el señor Belcebú está hecho, como suele decirse «de otro paño», puede, sin embargo pensar y, lo que es más importante, posee —como aprendí hace mucho tiempo, gracias al tratado del famoso monje católico, el hermano Tontolón— una cola encaracolada, por lo cual yo, perfectamente convencido —como lo estoy por experiencia— de que esos encaracolamientos nunca son naturales sino que sólo pueden obtenerse mediante diversas manipulaciones intencionales, concluyo, en conformidad con la «sana lógica» de la hieroscopía delineada en mi consciencia a través de la lectura de diversos libros, que el señor Belcebú debe poseer también una buena dosis de vanidad por la cual habrá de parecerle en extremo inconveniente no ayudar a quien va a publicar Su nombre.
No en balde nuestro renombrado e incomparable maestro Mullah Nassr Eddin, dice con frecuencia:
«Sin untar la mano no sólo es imposible vivir tolerablemente en lugar alguno, sino incluso respirar.»
Y otro sabio también terreno, que si lo ha sido se lo debió tan sólo a la crasa estupidez de la gente, llamado Till Eulenspiegel, ha expresado una idea semejante con las siguientes palabras:
«Si no engrasas las ruedas, el carro no anda.»
Conociendo éstos, y también otros muchos dichos de la sabiduría popular incorporados a través de los siglos a la vida colectiva de la gente, decidí pues, «untar la mano» precisamente del señor Belcebú quien, como todos comprenderán, tiene posibilidades y conocimientos más que suficientes para utilizar en cuanto se le antoje.
¡ Suficientes, querido mío! Dejando de lado todas las bromas, incluso las de orden filosófico, podría parecer que, gracias a todos estos extravíos, hubieras infringido uno de los principios fundamentales arraigados en ti, echando los cimientos de un sistema proyectado previamente para la introducción de tus sueños en la vida por medio de esta nueva profesión, principio que consiste en lo siguiente: tener siempre presente y en cuenta el hecho del debilitamiento de la mentación del lector contemporáneo, así como el hecho de que no debe fatigársele con la percepción de muchas ideas a un tiempo.
Además, cuando le pregunté a una de las personas que siempre me rodean, «ansiosas de entrar en el Paraíso indefectiblemente con los zapatos puestos», que me leyera en voz alta y desde el principio al fin todo lo que yo había escrito en este capítulo preliminar, lo que se llama mi «yo» —claro está que con la participación de todos los datos definidos configurados en mi psiquis original durante mis últimos años, datos que me dieron entre otras cosas la comprensión del psiquismo de las criaturas de tipo diferente aunque similar al mío— comprobé y supe con certeza que en la integridad de todo lector sin excepción habría de surgir inevitablemente, gracias tan sólo a este primer capítulo, un «algo» que automáticamente engendraría cierta hostilidad definida hacia mi persona.
A decir verdad, no es esto lo que más me preocupa en este instante, sino el hecho de que una vez finalizada esta lectura también comprobé que en la suma total de todo cuanto en este capítulo se había expuesto, la totalidad de mi integridad en la cual tan reducido papel desempeña el «yo» antes mencionado, se manifestó decididamente en contra de uno de los mandatos fundamentales de aquel Maestro Común Universal a quien tanto y tan particularmente estimo, Mullah Nassr Eddin, que podría formularse con estas palabras:
«Nunca metas la nariz en un nido de avispas.»
La agitación que se adueñó de todo el sistema relacionado con mis sentimientos debido al conocimiento del hecho de que en el lector habría de surgir necesariamente un sentimiento poco amistoso hacia mí, cedió inmediatamente, tan pronto como recordé el antiguo proverbio ruso que afirma:
«No hay ofensa que no pase con el tiempo»; pero la agitación que provocó en mi sistema la comprensión de mi negligencia para con el mandamiento de Mullah Nassr Eddin, no sólo me sigue preocupando seriamente, sino que un proceso sumamente extraño, que comenzó en mis dos «almas» recientemente descubiertas, manifestándose bajo la forma de una aguda comezón, empezó a aumentar progresivamente hasta llegar a provocar un dolor casi intolerable en la región situada un poco más abajo de la mitad derecha de mi ya, sin esto, maltratado «plexo solar».
¡Pero espera!... También este proceso parece estar cediendo, y en todas las profundidades de mi consciencia; y —permítaseme decir— «incluso debajo de mi subconsciente», comienzan ya a surgir todos los requisitos necesarios para la seguridad completa de que finalmente habrá de cesar por entero, pues he acertado a recordar otro fragmento de la sabiduría de la vida y este pensamiento llevó a mi mentación a reflexionar que si bien actuaba, en verdad, contra el consejo del altamente apreciado Mullah Nassr Eddin, actuaba también, sin embargo, sin querer, de acuerdo con el principio de aquel simpático —poco conocido en el mundo, pero jamás olvidado por quienes lo conocieron— Karapeto de Tifus: toda una verdadera joya.
Puesto que este capítulo preliminar va siendo ya bastante largo, no importará demasiado que lo alargue todavía un poco más para contarte acerca del simpatiquísimo Karapeto de Tifus.
Debo aclarar ante todo, que hace unos veinte o veinticinco años, la estación de ferrocarriles de Tifus tenía un «silbato de vapor».
Todas las mañanas se le hacía sonar para despertar a los obreros ferroviarios y a los empleados de la estación; pero como la estación de Tifus se hallaba en un alto, el pito era oído prácticamente en toda la ciudad, despertando no sólo a los empleados ferroviarios sino también a todos los demás habitantes de la población de Tifus.
En vista de lo cual, el gobierno local, si mi memoria no me engaña, llegó incluso a intercambiar unas notas con las autoridades ferroviarias acerca de la perturbación ocasionada por el mencionado pito en el sueño matutino de los pacíficos ciudadanos.
La tarea de hacer pasar el vapor por el silbato todas las mañanas, estaba a cargo de nuestro Karapeto, quien trabajaba en aquella estación. De modo pues que, cuando día a día llegaba hasta la cuerda de la cual debía tirar para hacer pasar el vapor dentro del silbato, antes de tomarla, movía la mano en todas direcciones, pronunciando estentórea y solemnemente, como un muecín desde el minarete:
«Tu madre es una ..., tu padre es un ..., tu abuelo es más que un...; ojalá que tus ojos, tus oídos, tu nariz, tu bazo, tu hígado, tus callos...» y así sucesivamente; en resumen, pronunciaba con diversas variantes, todas las maldiciones que conocía; y sólo después de haber terminado con esto, tiraba de la cuerda.
Cuando por primera vez me llegaron noticias de este Karapeto y su peculiar práctica, decidí visitarlo un día, una vez finalizado el trabajo cotidiano, llevándole de regalo un pequeño barrilito de vino Kahketiniano; y después de celebrar solemnemente con los indispensables brindis de rigor, le pregunté —claro está que de la forma adecuada y también de acuerdo con el complejo local de la «afabilidad» para las relaciones mutuas— por qué hacía aquello.
Una vez que hubo vaciado su vaso de un trago y cantado el famoso canto georgiano «Poco fue lo que bebimos», comenzó a explicármelo plácidamente:
Puesto que tú bebes el vino, no como la gente de hoy día, es decir, tan sólo por las apariencias, sino honestamente, esto me demuestra desde el principio que no deseas informarte acerca de mi práctica por simple curiosidad, a diferencia de nuestros ingenieros y técnicos, sino debido a una verdadera sed de conocimiento, por lo cual deseo e incluso considero mi deber confesarte sinceramente la razón exacta de estos ínfimos y sutiles escrúpulos, por así llamarlos, que me condujeron a comportarme en tal forma y que, poco a poco, llegaron a conformar en mí un hábito.
Entonces me relató lo siguiente:
—Tiempo atrás solía trabajar en esta estación de noche, en la limpieza de las calderas, pero cuando se inauguró el silbato a vapor, el jefe de estación, teniendo en cuenta evidentemente mi edad y mi incapacidad para realizar adecuadamente la pesada tarea que tenía encomendada, me ordenó que me ocupara tan sólo de hacer sonar el pito, tarea para la cual tendría que trasladarme puntualmente a la estación todas las mañanas y todas las tardes.
Durante la primera semana en que presté este nuevo servicio, advertí en cierta ocasión que una vez cumplido mi deber, una especie de vago malestar se apoderaba de mí durante una o dos horas. Pero cuando ese extraño malestar, cada día más intenso, llegó finalmente a convertirse en una decidida enfermedad, que hasta me hizo perder el deseo de comer «Makshokh», comencé a pensar continuamente, a partir de entonces, cuál podría ser la causa del mal. En todo ello pensaba, y con especial intensidad, por una u otra razón, durante el trayecto de ida a mi trabajo o de regreso del mismo, pero por mucho que me esforzaba no lograba sacar en limpio absolutamente ninguna conclusión de mis cavilaciones.
Esto prosiguió durante casi dos años hasta que finalmente, cuando las callosidades de mis manos se habían endurecido con el contacto diario de la cuerda para hacer sonar el silbato, comprendí de pronto, casualmente, por qué había experimentado yo esa enfermedad.
El shock que produjo en mi mente la recta comprensión de lo que acontecía, como resultado de lo cual se formó en mí, al respecto, una inalterable convicción, fue cierta exclamación que acerté a oír involuntariamente en las siguientes y más bien peculiares circunstancias.
Una mañana en que me hallaba todavía medio soñoliento por haber pasado la primera mitad de la noche en el bautizo de la novena hija de un vecino mío y la otra mitad en la lectura de un interesantísimo y extraño libro que por casualidad había ido a parar a mis manos, llamado
Transcurrido un corto tiempo, salía por el otro extremo de este famoso e higiénico horno, con un delicioso sonido de gorgoritos, cierta cantidad de una grasa transparente e idealmente limpia para el provecho de los padres de nuestra ciudad dedicados a la fabricación de jabón y quizás también a alguna otra cosa, y con un murmullo no menos delicioso para el oído, salía también una considerable cantidad de otras muchas y útiles sustancias usadas como abono.
Este perrero-barbero-cirujano amigo mío empleaba el siguiente simple y admirablemente hábil procedimiento para atrapar a los canes:
Nuestro hombre se había procurado en alguna parte una red común de pescadores grande y vieja que, durante sus peculiares excursiones en pro del bienestar humano general a través de los arrabales de nuestra ciudad, llevaba consigo, dispuesta de forma adecuada sobre sus fuertes hombros, y cuando un perro sin su correspondiente «pasaporte» se ponía al alcance de su omnividente y, para todas las especies caninas, terrible ojo, sin pérdida de tiempo, y con la cautela de una pantera, se aproximaba a la víctima caminando sobre las puntas de los pies y, aprovechando el primer momento favorable en que el perro se hallaba distraído o interesado en alguna otra cosa, arrojaba la red sobre el mismo apresándolo en ella y luego, al colocarlo en el carro, le sacaba la red de tal forma que quedaba automáticamente preso en la jaula del mismo.
Precisamente en el momento en que mi amigo el perrero-barbero-cirujano me hizo señas para que me parara, estaba a punto de arrojar la red, oportunamente, sobre una nueva víctima que en ese instante se hallaba moviendo la cola muy contento mientras miraba a una perra. Precisamente en el momento en que mi amigo iba a lanzar su red, súbitamente comenzaron a resonar las campanas de una iglesia vecina, llamando a los fieles para sus plegarias matutinas. Tan inesperado estruendo en el silencio de la madrugada, hizo que el perro se espantase y saltando hacia un costado, se diera a la fuga por la calle solitaria con su mayor velocidad canina.
Tanta fue a causa de esto la furia del perrero-barbero-cirujano, que se le pusieron todos los pelos de punta, incluso los de las axilas, y arrojando la red sobre la acera, exclamó a gritos, al tiempo que escupía sobre el hombro izquierdo:
«Demonios! ¡Qué horas de echar al vuelo las campanas!»
No bien hubo alcanzado la exclamación del perrero-barbero-cirujano mi aparato reflexivo, un enjambre de diversos pensamientos comenzó a bullir en tomo mío hasta conducirme finalmente a la recta comprensión, a mi entender, de la razón por la cual se había producido en mí la enfermedad instintiva mencionada con anterioridad.
Tan pronto como se hizo patente en mí esta idea, experimenté una especie de resentimiento contra mí mismo por no habérseme ocurrido antes algo tan simple y tan claro.
Percibí con la totalidad de mi ser que mi efecto sobre la vida general no podía producir otro resultado que el proceso que en mí había venido desarrollándose.
Y en verdad, todos aquellos que se despiertan de madrugada al oír el ruido producido por el silbato de vapor, viendo así interrumpido su dulce sueño matutino, deben maldecirme sin duda «por todo lo que hay bajo el sol», a mí precisamente, la causa de este ruido infernal: en consecuencia, día a día, deben fluir hacia mi persona, procedentes de todas direcciones, innumerables vibraciones malignas de toda suerte.
Esa significativa mañana, mientras me encontraba, después de haber cumplido mis deberes, en el habitual estado de depresión que seguía siempre a mi tarea, me dediqué a meditar —en un «Dukhan» y mientras comía un «Hachi» con ajo— sobre este problema, llegando finalmente a la conclusión de que si yo maldecía a mi vez a aquellos quienes el cumplimiento de mi tarea para el beneficio de cierta parte de la población parecía perturbar sobremanera, entonces, de acuerdo con las explicaciones contenidas en el libro que había leído la noche anterior, por mucho que aquellos, que como podría llamárseles, «yacen en la esfera de la idiocia», es decir, en el adormilamiento intermedio entre el sueño y la vigilia, pudieran maldecirme, ningún efecto podrían tener esas maldiciones —según las explicaciones del mismo libro— sobre mí.
Y efectivamente, desde que comencé a hacerlo, no volví ya a sentir aquella enfermedad instintiva.
Pues bien, ahora, paciente lector, debo realmente dar fin a este capítulo preliminar. Sólo me resta firmarlo.
EL QUE...
¡Un momento! ¡Gran error! Una firma no es cuestión de bromas; en caso contrario podría sucederle a uno lo mismo que a aquel ciudadano de uno de los imperios de
Por ésta, así como por otras muchas experiencias perfectamente conocidas, deberé mostrarme sumamente cauteloso en lo que a mi firma se refiere.
Muy bien, entonces.
El que en su infancia se llamó «Tatakh»; en la adolescencia «Moreno»; luego el «Griego Negro»; en su madurez, el «Tigre del Turquestán» y ahora, no cualquier cosa, sino el auténtico «Monsieur o Mister Gurdjieff», sobrino del «Príncipe Mukransky» o, para terminar, simplemente, un «Maestro de Danzas».
Capítulo 1 del LIBRO PRIMERO de RELATOS DE BELCEBÚ A SU NIETO
NOTAS
1. Cheshrna significa velo.
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