Despertar es el potencial propio en todos los seres y la gnosis es la única llave para atravesar la puerta a la liberación que el Demiurgo y sus arcontes mantienen cerrada a través de los agregados activos y reactivos que esclavizan el Espíritu.

Fragmentos De Una Enseñanza Desconocida. Capitulo uno



P.D. OUSPENSKY

CAPÍTULO 1

Retorno de la India. La guerra y la “búsqueda de lo milagroso”. Viejos pensamientos. La cuestión de escuelas. Nuevos proyectos de viaje. Oriente y Occidente. Un anuncio en un periódico de Moscú. Conferencias sobre la India. Encuentro con G. Un “hombre disfrazado”. Primera conversación. Opinión de G. sobre las escuelas. El grupo de G.* “Vislumbres de la verdad”. Otros encuentros y conversaciones. La organización del grupo de G. en Moscú. La cuestión del pago y de los medios de trabajo. La cuestión del secreto y de las obligaciones aceptadas por los alumnos. Una conversación sobre el Oriente. “Filosofía” “, “Teoría” y ‘Práctica”. ¿De dónde obtuvo G. sus ideas? Las ideas de G. “El hombre es una maquina” gobernada por influencias exteriores. Todas las cosas “suceden “. Nadie “hace” nada. Para “hacer”, es preciso “ser”. Un hombre es responsable de sus acciones, una máquina no es responsable. ¡Es necesaria la psicología para el estudio de las máquinas? G. promete “hechos”. ¿Es posible suprimir la guerra? Una conversación sobre los planetas y la luna considerados como seres vivientes. La “inteligencia” del sol y de la tierra. Arte “subjetivo “y arte “objetivo”


Regresé a Rusia en noviembre de 1914, al comienzo de la primera guerra mundial, después de un viaje, relativamente largo, a través de Egipto, Ceilán e India. La guerra estalló cuando me encontraba en Colombo, de donde me embarqué para regresar a través de Inglaterra.
Al salir de San Petersburgo, yo había dicho que partía en busca de lo milagroso. Lo “milagroso” es muy difícil de definir. Pero para mí, esta palabra tenía un significado muy definido. Mucho tiempo atrás había llegado a la conclusión de que para escapar del laberinto de contradicciones en que vivimos, era necesario encontrar un camino enteramente nuevo, diferente de todo lo que habíamos conocido o seguido hasta ahora. Pero dónde comenzaba este camino nuevo o perdido, yo era incapaz de decirlo. Entonces ya había reconocido como un hecho innegable que detrás de la fina película de falsa realidad, existía otra realidad de la cual, por alguna razón, algo nos separaba. Lo “milagroso” era la penetración en esta realidad desconocida. Me parecía que el camino hacia lo desconocido podría ser encontrado en Oriente. ¿Por qué en Oriente? Era difícil decirlo. En esta idea había quizás algo de romántico, pero en todo caso había también la convicción de que nada podía ser encontrado aquí, en Europa.
Durante el viaje de regreso, y las pocas semanas que pasé en Londres, todas las conclusiones a las cuales había llegado como resultado de mi búsqueda, quedaron trastornadas por la absurdidad salvaje de la guerra y por todas las emociones que llenaban el aire, invadían las conversaciones, los diarios, y que contra mi voluntad me afectaban a menudo.
 Pero, de regreso a Rusia, cuando volvieron los pensamientos con los cuales había partido, sentí que mi búsqueda y aun las menores cosas conectadas con ellas, eran mas importantes que todo lo que estaba sucediendo o pudiese suceder en un mundo de “absurdos obvios”.[1] Me dije entonces que la guerra debía ser considerada como una de esas condiciones generalmente catastróficas de la existencia, en medio de las cuales tenemos que vivir, trabajar y buscar respuestas a nuestras preguntas y a nuestras dudas. La
guerra, la gran guerra europea, en cuya posibilidad yo no había querido creer y cuya realidad por largo tiempo no había querido reconocer, se había convertido en un hecho.
Estábamos en ella, y vi que debía ser tomada como un gran “memento mori”, mostrando que era urgente apresurarse y que era imposible creer en una “vida” que no conducía a ninguna parte.
La guerra no me podía tocar personalmente, en todo caso no antes de la catástrofe final que por otra parte me parecía inevitable para Rusia, y quizás para toda Europa, pero aún no inminente. Aunque naturalmente, en aquella época, la catástrofe en marcha parecía solamente temporal, y aún nadie hubiera podido concebir toda la amplitud de la ruina, de la desintegración y de la destrucción, a la vez interior y exterior, en la cual tendríamos que vivir en el futuro.
Resumiendo el conjunto de mis impresiones del Oriente y particularmente de la India, tenía que admitir que al regreso mi problema parecía todavía más difícil y más complicado que al partir. La India y el Oriente no sólo no habían perdido nada de su milagroso atractivo sino que, por el contrario, este atractivo se había enriquecido con nuevos matices que anteriormente yo no había podido sospechar.
Había visto claramente que algo podía ser encontrado en el Oriente, que por mucho tiempo había dejado de existir en Europa, y consideraba que la dirección que yo había tomado era buena. Pero al mismo tiempo me había convencido de que el secreto estaba mejor y más profundamente escondido de lo que hubiera podido prever.
A mi partida, ya sabía que iba en busca de una o de varias escuelas. Había llegado a esta conclusión hacía ya tiempo, habiéndome dado cuenta que los esfuerzos personales independientes no podían ser suficientes, y que era indispensable entrar en contacto con el pensamiento real y viviente que debe existir en alguna parte, pero con el cual habíamos perdido toda conexión.
Yo comprendía esto, pero la idea misma que tenía de las escuelas se modificaría mucho durante mis viajes; en un sentido se volvió más simple y más concreta, en otro sentido más fría y más distante. Quiero decir que las escuelas perdieron su carácter de cuentos de hadas.
En el momento de mi partida, todavía admitía muchas cosas fantásticas acerca de las escuelas. Admitir es quizás una palabra demasiado fuerte. Para decirlo mejor, soñaba con la posibilidad de un contacto no físico con las escuelas, de un contacto, en alguna forma, “en otro plano”. No podía explicarlo claramente, pero me parecía que el primer contacto con una escuela debía tener ya un carácter milagroso. Por ejemplo, imaginaba la posibilidad de entrar en contacto con escuelas que habían existido en un lejano pasado, como la escuela de Pitágoras, o las escuelas de Egipto, o la escuela de los monjes que construyeron Notre-Dame, y así sucesivamente. Me parecía que las barreras del espacio y del tiempo desaparecerían ni producirse tal contacto. La idea de las escuelas era en sí misma fantástica, y nada de lo que les concernía me parecía demasiado fantástico. Asimismo no veía ninguna contradicción entre mis ideas y mis esfuerzos para encontrar en la India escuelas reales. Pues me parecía que era precisamente en la India donde me sería posible establecer una especie de contacto, que podría luego volverse permanente e independiente de toda interferencia exterior.
Durante mi viaje de regreso, lleno de encuentros y de impresiones de toda clase, la idea de las escuelas se volvió para mí mucho más real, casi tangible. Había perdido su carácter fantástico. Y esto sin duda porque como me di cuenta entonces, una escuela no requiere solamente una búsqueda sino una selección o un escoger quiero decir: de nuestra parte.
No podía dudar que hubiera escuelas. Me convencí al mismo tiempo de que las escuelas sobre las que había oído hablar, y con las cuales hubiese podido entrar en contacto, no eran para mí. Eran escuelas de naturaleza francamente religiosa o semi-religiosa y de tono netamente devocional. No me atraían, sobre todo porque si hubiese buscado un camino religioso habría podido encontrarlo en Rusia. Otras escuelas más moralizadoras eran de tipo filosófico, ligeramente sentimental, con un matiz de ascetismo, como las escuelas de los discípulos o seguidores de Ramakrishna; entre estos últimos había personas agradables, pero tuve la impresión de que les faltaba un conocimiento real. Otras escuelas, ordinariamente descritas como escuelas de yoga, y que están basadas en la creación de estados de trance, participaban, a mis ojos, un tanto demasiado del género espiritista. Yo no podía tenerles confianza; conducían inevitablemente a mentirse a uno mismo o bien a lo que los místicos ortodoxos, en la literatura monástica rusa, llaman seducción.
Había otro tipo de escuelas, con las cuales no pude tomar contacto y de las que sólo oí hablar. Estas escuelas prometían mucho, pero igualmente exigían mucho. Exigían todo de una sola vez. Hubiera sido necesario quedarse en la India y abandonar para siempre toda idea de regreso a Europa. Habría tenido que renunciar a todas mis ideas, a todos mis proyectos, a todos mis planes y comprometerme a un camino del cual no podía saber nada de antemano.
Estas escuelas me interesaban mucho, y las personas que habían estado en relación con ellas y que me habían hablado de ellas, se destacaban nítidamente sobre el común de las personas. Sin embargo me parecía que debería haber escuelas de un tipo más racional, y que hasta cierto punto, un hombre tenía derecho de saber hacia dónde iba.
Paralelamente, llegué a la conclusión de que una escuela —no importa como se llame: escuela de ocultismo, de esoterismo o de yoga— debe existir sobre el plano terrestre ordinario como cualquier otro tipo de escuela: escuela de pintura, de danza o de mediana. Me di cuenta de que la idea de escuelas en otro plano era simplemente un signo de debilidad: esto significaba que los sueños habían reemplazado la búsqueda real. Así comprendí que los sueños son uno de los obstáculos más grandes en nuestro camino eventual hacia lo milagroso.
En camino hacia la India, hacía planes para próximos viajes. Esta vez deseaba comenzar por el Oriente musulmán. Sobre todo estaba atraído por el Asia Central rusa y Persia. Pero nada de todo esto estaba destinado a realizarse.
De Londres, a través de Noruega, Suecia y Finlandia, llegué a San Petersburgo, que había sido ya rebautizada Retrogrado, y donde el patriotismo y la especulación estaban en todo su apogeo. Poco después, partí para Moscú retomando mi trabajo en el periódico del cual había sido corresponsal en la India. Llevaba ahí ya cerca de seis semanas, cuando ocurrió un pequeño episodio que iba a ser el punto de partida de numerosos acontecimientos.
Un día que me encontraba en la redacción del periódico, preparando la próxima edición, descubrí, creo que en La Voz de Moscú, un aviso con referencia a la puesta en escena de un ballet titulado La Lucha de los Magos, que se decía era la obra de un Hindú. La acción del ballet debía tener lugar en la India, y ofrecer un cuadro completo de la magia del Oriente con milagros de faquires, danzas sagradas, etcétera. No me gustó el tono parlanchín del párrafo, pero como los autores de ballets hindúes eran más bien raros en Moscú, recorté el aviso, insertándolo en mi artículo y añadiendo brevemente que en el ballet se encontraría seguramente todo aquello que los turistas van a buscar y que es imposible de hallar en la India verdadera.
Poco después, por varias razones, dejé el periódico y fui a San Petersburgo.
Allí, en febrero y marzo de 1915, ofrecí conferencias públicas sobre mis viajes por la India. Los títulos de éstas eran: En Busca de lo Milagroso y El Problema de la Muerte. En estas conferencias, que debían servir de introducción a un libro sobre mis viajes, que tenía intención de escribir, dije que en la India lo milagroso no se buscaba donde debía buscarse, que todos los caminos habituales eran inútiles y que la India guardaba sus secretos mucho mejor de lo que se suponía: sin embargo, de hecho lo milagroso sí existía y estaba indicado por muchas cosas que la gente pasaba de largo sin captar su contenido verdadero y su significado oculto, y sin saber cómo acercarse a ellas. Nuevamente tenia en la mente las escuelas.
A pesar de la guerra, mis conferencias despertaron considerable interés. Cada una de ellas atrajo más de mil personas al Hall Alexandrowski del Domo municipal de San Petersburgo.
Recibí muchas cartas; la gente vino a yerme; y sentí que sobre la base de una búsqueda de lo milagroso sería posible reunir a un número grande de personas que ya no podían tragar las formas usuales de mentira y de la vida en medio de la mentira.
Después de Pascua, salí de nuevo hacia Moscú para ofrecer las mismas conferencias. Entre las personas que encontré con motivo de estas conferencias había dos, un músico y un escultor, que muy pronto comenzaron a hablarme de un grupo de Moscú, dedicado a varias investigaciones y experimentos ocultos bajo la dilección de un cierto G., un griego del Cáucaso; era precisamente, como yo lo comprendí, el Hindú, autor del argumento del ballet mencionado en el periódico que había llegado a mis manos tres o cuatro meses atrás. Debo confesar que lo que estas dos personas me contaron acerca de este grupo y de lo que en él ocurría toda clase de prodigios de autosugestión me interesó muy poco. Había oído demasiadas veces historias de este género y me había formado una opinión muy clara sobre ellas.
 ...Damas que súbitamente ven flotar en sus cuartos ojos que las fascinan y que ellas siguen de calle en calle, hasta la casa de un cierto oriental al cual pertenecen estos ojos. O bien, personas que en la presencia del mismo oriental, sienten bruscamente que éste las está traspasando con la mirada, viendo todos sus sentimientos, pensamientos y deseos; sienten una extraña sensación en sus piernas y no pueden moverse, cayendo en su poder hasta el punto que él puede hacer de ellas lo que quiere, aun a distancia...
Tales historias me han parecido siempre como sacadas de una mala novela. La gente inventa milagros e inventa exactamente lo único que puede esperarse de ellos. Es una mezcla de superstición, autosugestión y debilidad intelectual; pero estas historias, según lo que he podido observar, nunca aparecen sin cierta colaboración de parte de los hombres a los cuales están referidas.
Prevenido así por mis experiencias anteriores, fue sólo ante los persistentes esfuerzos de M., uno de mis nuevos conocidos, que acepté conocer a G. y tener una conversación con él.
Mi primera entrevista modificó enteramente la idea que tenia de él y de lo que me podía aportar.
Lo recuerdo muy bien. Habíamos llegado a un pequeño caté alejado del centro de la ciudad en una calle bulliciosa. Vi a un hombre que ya no era joven, de tipo oriental, con bigotes negros y ojos penetrantes. En primer término me asombró porque parecía estar completamente fuera de sitio en tal lugar y dentro de tal atmósfera. Estaba todavía lleno de mis impresiones del Oriente, y hubiera podido ver a este hombre con cara de raja hindú o de jeque árabe, bajo una túnica blanca o un turbante dorado, pero sentado en este pequeño café de tenderos y de comisionistas, con su abrigo negro de cuello de terciopelo y su bombín negro, producía la impresión inesperada, extraña y casi alarmante, de un hombre mal disfrazado. Era un espectáculo embarazoso, como cuando se encuentra uno delante de un hombre que no es lo que pretende ser, y con el cual sin embargo se debe hablar y conducirse como si no se diera cuenta de ello. G. hablaba un ruso incorrecto con fuerte acento caucasiano, y este acento, que estamos habituados a asociar con cualquier cosa menos con ideas filosóficas, reforzaba aún más la extrañeza y el carácter sorprendente de esta impresión.
No me acuerdo del comienzo de nuestra conversación; creo que hablamos de la India, del esoterismo y de las escuelas de yoga. Entendí que G. había viajado mucho, que había estado en muchos lugares de los cuales yo sólo había oído hablar y que había deseado vivamente conocer. No solamente no le molestaban mis preguntas, sino que me parecía que ponía en cada una de sus respuestas mucho más de lo que yo había preguntado. Me gustó su manera de hablar, que era a la vez prudente y precisa. M. nos dejó. G. me contó lo que hacía en Moscú. Yo no le comprendía bien. De lo que hablaba se traslucía que en su trabajo, que era sobre todo de un carácter psicológico, la química desempeñaba un gran papel. Como le escuchaba por primera vez, naturalmente tomé sus palabras al pie de la letra.
—Lo que usted dice me hace recordar un hecho que me contaron sobre una escuela del sur de la India. Sucedió en Travancore. Un brahmán, hombre excepcional en más de un sentido, le hablaba a un joven inglés de una escuela que estudiaba la química del cuerpo humano y que había probado, decía él, que al introducir o eliminar diversas substancias, se podría cambiar la naturaleza moral y psicológica del hombre. Esto se parece mucho a lo que usted dice.
—Sí, dijo G., es posible. Pero al mismo tiempo puede ser que sea una cosa totalmente diferente. Ciertas escuelas aparentemente emplean los mismos métodos; pero los comprenden de una manera completamente distinta. La similitud de métodos o aun de ideas no prueba nada.
—Hay otra cuestión que me interesa mucho. Los yoguis se sirven de diversas substancias para provocar ciertos estados. ¿No se tratará en algunos casos de narcóticos? Yo mismo he hecho numerosos experimentos de esta índole, y todo lo que he leído sobre la magia me prueba claramente que las escuelas de todos los tiempos y de todos los países, han hecho un amplio uso de narcóticos para la creación de estos estados que hacen posible “la magia”.
——Sí, contestó G., en muchos casos, estas substancias son lo que usted llama “narcóticos”. Pero éstos pueden ser empleados lo repito, para fines muy diferentes. Ciertas escuelas se sirven de narcóticos en forma debida. Sus alumnos los toman para estudiarse a sí mismos, para conocerse mejor, para explorar sus posibilidades y discernir por adelantado lo que podrán efectivamente lograr al final de un trabajo prolongado. Cuando un hombre ha podido tocar de esta manera la realidad de lo que ha, aprendido teóricamente, trabaja desde ese momento conscientemente, y sabe adonde va. Es a veces el camino más fácil para convencerse de la existencia real de las posibilidades que el hombre a menudo sospecha en sí mismo. Para este fin existe una química especial. Hay substancias especiales para cada función. Cada función puede ser reforzada o debilitada, despertada o adormecida. Pero es indispensable un conocimiento muy profundo de la máquina humana y de esta química especial. En todas las escuelas que siguen este método no se hacen los experimentos sino cuando son realmente necesarios y sólo bajo el control experimentado y competente de hombres que pueden prever todos los resultados y tomar todas las medidas necesarias para prevenir consecuencias indeseables. Las substancias empleadas en estas escuelas no son solamente “narcóticos”, como usted los llama, a pesar de que un gran número de ellas son preparadas tomando como base drogas tales como el opio, el hashish, etc.
“Otras escuelas emplean substancias idénticas o análogas, no con fines de experimento o de estudio, sino para alcanzar los resultados deseados, aunque sea por corto tiempo. El hábil uso de tales drogas puede volver a un hombre momentáneamente muy inteligente o muy fuerte. Por supuesto que después muere o enloquece, pero esto no se toma en consideración. Tales escuelas existen. Usted ve entonces, que debemos hablar con prudencia de las escuelas. Pueden hacer prácticamente las mismas cosas, pero los resultados serán totalmente diferentes.”
Todo lo que G. decía me había interesado profundamente. Sentía que había allí puntos de vista nuevos, que no se parecían a nada a lo que yo había encontrado hasta entonces.
Me invitó a que lo acompañara a una casa donde se iban a reunir algunos de sus alumnos.
Tomamos un coche para ir a Sokolniki. En el camino, G. me contó hasta qué punto había interferido la guerra en sus planes: un gran número de sus alumnos había partido desde la primera movilización, y se habían perdido aparatos e instrumentos muy costosos encargados al extranjero. Después me habló de los fuertes gastos necesarios para su obra, del costoso apartamiento que había alquilado, y hacia el cual creí comprender que nos dirigíamos.
Luego me dijo que su obra le interesaba a numerosas personalidades de Moscú, “profesores” y “artistas”, como él lo expresó. Pero cuando yo le pregunté de quiénes se trataba precisamente, no me dio ningún nombre.
—Le hago esta pregunta, porque he nacido en Moscú. Además, he trabajado aquí durante diez años como periodista, de manera que conozco más o menos a todo el mundo.”
G. no contestó nada.
Llegamos a un gran apartamiento vacío sobre una escuela municipal; evidentemente pertenecía a los profesores de esta escuela. Creo que estaba sobre la plaza del antiguo Estanque Rojo.
Varios alumnos de G. estaban reunidos: tres o cuatro jóvenes y dos damas que parecían ser maestras de escuela. Ya había estado yo en locales como éste. La ausencia misma de mobiliario reafirmó mi idea, ya que a las maestras de las escuelas municipales no se les proporcionaban muebles. Al pensar esto experimenté un sentimiento extraño con respecto a G. ¿Por qué me había contado el cuento del apartamiento tan caro? En primer lugar, éste no era suyo; luego no había que pagar alquiler y finalmente, de ser alquilado no costaría más de diez rublos al mes. Había allí un “bluff’ demasiado evidente. Me dije que esto debía significar algo.
Me es difícil reconstruir el comienzo de la conversación con los alumnos de G. Algunas de las cosas que escuché me sorprendieron; traté de descubrir en qué consistía su trabajo; pero no me dieron respuestas directas, empleando con insistencia, en ciertos casos, una terminología rara e ininteligible para mi.
Sugirieron leer el comienzo de un cuento que según ellos había sido escrito por uno de los alumnos de G., que en ese momento no se encontraba en Moscú.
Naturalmente acepté, y uno de ellos comenzó en voz alta la lectura de un manuscrito. El autor narraba cómo había conocido a G. Mi atención fue atraída por el hecho de que al comienzo de la historia el autor leía la misma noticia que yo había leído en La Voz de Moscú el invierno anterior, sobre el ballet “La Lucha de los Magos”. Luego —y esto me agradó muchísimo, porque lo esperaba— el autor contaba cómo en su primer encuentro había sentido que G. lo ponía en cierta forma en la palma de su mano, lo sopesaba y lo volvía a dejar caer. La historia se llamaba “Vislumbres de la Verdad” y había sido escrita por un hombre evidentemente desprovisto de toda experiencia literaria. Pero a pesar de todo, la historia impresionaba, porque dejaba entrever un sistema del mundo en el cual yo sentía algo muy interesante, que además hubiera sido incapaz de formulármelo a mi mismo. Ciertas ideas extrañas y del todo inesperadas sobre el arte, encontraron también en mí una fuerte resonancia.
Más tarde me enteré de que el autor era un personaje imaginario y que el relato había sido escrito por dos de los alumnos de G., presentes en la lectura, con la intención de exponer sus ideas bajo una forma literaria. Aún más tarde me enteré de que la idea misma de este relato provenía de G.
La lectura se detuvo al final del primer capítulo. Todo el tiempo G. había escuchado con atención. Estaba sentado en un sofá, con una pierna replegada bajo su cuerpo; bebía café negro en un vaso grande, fumaba y de vez en cuando me lanzaba una mirada. Me gustaron sus movimientos, impresos de una especie de seguridad y gracia felina; aun su silencio tenía algo que lo distinguía de los demás. Sentí que hubiera preferido encontrarlo, no en Moscú, no en este apartamiento, sino en uno de esos lugares que acababa de dejar, en el patio de entrada de una de las mezquitas de El Cairo, en medio de las ruinas de una ciudad de Ceilán, o en uno de los templos del sur de la India Tanj ore, Trichinópolis, o Madura.
—Bien, ¿qué le parece esta historia? preguntó G. después de un breve silencio cuando hubo terminado la lectura.
Le dije que la había escuchado con interés, pero que, ami modo de ver, tenía el defecto de no ser clara. No se comprendía exactamente de qué se trataba. El autor relataba la muy fuerte impresión producida en él por una enseñanza nueva, pero no daba ninguna idea satisfactoria acerca de esta misma enseñanza. Los alumnos de G. me señalaron que yo no había comprendido la parte mas importante del relato. G. mismo no dijo ni palabra.
Cuando les pregunté cuál era el sistema que ellos estudiaban, y cuáles eran sus rasgos distintivos, su respuesta fue de lo más vaga. Después hablaron del trabajo sobre sí, pero fueron incapaces de explicarme en qué consistía este trabajo. De manera general, mi conversación con los alumnos de G. fue más bien difícil, y sentí en ellos algo calculado y artificial, como si desempeñaran un papel aprendido de antemano. Además, los alumnos no estaban a la altura del maestro. Todos pertenecían a esta capa particular, más bien pobre, de la inteligentzia de Moscú que yo conocía muy bien, y de la cual no podía esperar nada interesante. Aun me pareció que era verdaderamente extraño el encontrarlos en el camino de lo milagroso. Al mismo tiempo los encontraba a todos simpáticos y razonables. Evidentemente las historias que me había contado M. no provenían de esta fuente y no tenían nada que ver con ellos.
—-Quisiera preguntarle algo, dijo G. después de un silencio. ¿Podría publicarse este artículo en un diario? Así pensamos nosotros interesar al público en nuestras ideas.
——Es totalmente imposible, le contesté. Primeramente, no es un artículo, quiero decir que no es algo que tenga un comienzo y un fin; no es más que el comienzo de una historia, y es muy larga para un diario. Vea usted, nosotros contamos por líneas. La lectura toma cerca de dos horas, lo que hace aproximadamente tres mil líneas. Usted sabe lo que llamamos un folletín en un diario; un folletín ordinario consta de trescientas líneas más o menos, o sea que esta parte de la historia requeriría nos diez folletines. En los periódicos de Moscú, un folletín continuado nunca se publica más de una vez por semana, lo que tomaría diez semanas. Ahora bien, se trata de la conversación de una sola noche. Esto no podría ser publicado sino por una revista mensual; pero no veo ninguna a cuyo género corresponda. En todo caso, le pedirían la historia completa antes de darle una respuesta.
G. no contestó nada y la conversación terminó. Pero yo había experimentado de inmediato un sentimiento extraordinario al contacto con este hombre, y a medida que se prolongaba la velada esta impresión se iba reforzando. Al momento de despedirme el siguiente pensamiento atravesó mi mente como un relámpago: yo debía de inmediato, sin demora, arreglármelas para verlo de nuevo; si no lo hacia, arriesgaba perder todo contacto con él. Le pregunté entonces si no podría encontrarlo una vez más antes de mi partida para San Petersburgo. Me dijo que estaría en el mismo café, al día siguiente, a la misma hora.
Salí con uno de los jóvenes. Me sentía en un raro estado: una larga lectura de la cual poco había comprendido, gente que no contestaba a mis preguntas, el mismo G., con su insólita manera de ser y la influencia sobre sus alumnos que yo había sentido constantemente —— todo esto provocó en mí un deseo desacostumbrado de reír, de gritar, de cantar, como si acabara de escaparme de una clase o de alguna extraña detención.
Sentí la necesidad de comunicar mis impresiones a este joven, y de hacer chistes sobre G. y sobre esta historia un tanto pretenciosa y pesada. Me veía describiendo esta velada a algunos de mis amigos. Felizmente me detuve, a tiempo, pensando: Pero él se precipitará al teléfono para contarles todo! Son todos amigos.
 De manera que traté de refrenarme, y sin decir palabra, lo acompañé al tranvía que debía  llevarnos al centro de Moscú. Después de un recorrido relativamente largo, llegamos a la plaza Okhotny Nad, en cuyas cercanías yo vivía, y una vez allí, estrechándonos la mano siempre en silencio, nos separamos.
Al día siguiente volví al mismo café donde había conocido a G., y esto se repitió el día después y todos los días siguientes. Durante la semana que pasé en Moscú vi a G. diariamente. Pronto me di cuenta de que él dominaba muchas de las cuestiones que yo quería profundizar. Por ejemplo, me explicó ciertos fenómenos que yo había tenido ocasión de observar en la India y que nadie me había podido esclarecer ni en aquel entonces, ni más tarde. En sus explicaciones, sentí la seguridad del especialista, un análisis muy fino de los hechos, y un sistema que no podía comprender, pero cuya presencia sentía, porque sus palabras me hacían pensar no sólo en los hechos tratados, sino en muchas otras cosas que yo había ya observado o cuya existencia había barruntado.
No volví a ver al grupo de G. Acerca de sí mismo, G. habló poco. Una o dos veces, mencionó sus viajes en el Oriente. Me habría interesado saber exactamente por dónde había viajado, pero fui incapaz de sacar nada en limpio.
En cuan lo a su trabajo en Moscú, G. dijo que tenía dos grupos sin relación el uno con el otro, y ocupados en trabajos diferentes, según sus fuerzas y su grado de preparación, para usar sus propias palabras. Cada miembro de estos grupos pagaba mil rublos al año, y podía trabajar con él mientras proseguía en la vida el curso de sus actividades ordinarias.
Le dije que en mi opinión mil rublos al año me parecía un precio demasiado elevado para los que carecían de fortuna.
G. me contestó que no era posible otro arreglo porque debido a la naturaleza misma del trabajo, él no podía tener numerosos alumnos. Por otra parte, él no deseaba y no debía acentuó estas palabras— gastar su propio dinero en organizar el trabajo. Su trabajo no era, ni podía ser, una obra de caridad, y sus alumnos debían encontrar ellos mismos los fondos indispensables para el alquiler de los apartamientos donde se podrían reunir, para los experimentos y para todo el resto. Además, dijo que la observación ha demostrado que las personas débiles en la vida se muestran igualmente débiles en el trabajo.
—Esta idea ofrece varios aspectos, dijo G. El trabajo de cada uno puede exigir gastos, viajes y otras cosas. Si la vida de un hombre está tan mal organizada que un gasto de mil rublos lo puede detener, sería preferible para él que no emprendiera nada con nosotros. Supongamos que un día su trabajo le exija viajar a El Cairo o a otra parte; debe tener los medios para hacerlo. A través de nuestra demanda, vemos si es capaz o no de trabajar con nosotros.
Más aún, continuó G., verdaderamente mi tiempo es demasiado escaso para poder sacrificárselo a otros, sin siquiera estar seguro de que esto les hará bien. Valorizo mucho mi tiempo porque lo necesito para mi obra, porque no puedo, y como va lo he dicho, no quiero gastarlo improductivamente. Y hay una última razón: es necesario que una cosa cueste para que sea valorizada.
Escuché estas palabras con un extraño sentimiento. De un lado, me agradaba todo lo que decía
G. Me atraía esta ausencia de todo elemento sentimental, de toda palabrería convencional sobre el altruismo y el bien de la humanidad, etc. Pero de otro lado, me sorprendía el deseo visible que tenía de convencerme en esta cuestión del dinero, ya que yo no tenia ninguna necesidad de ser convencido. Si había un punto sobre el cual no estuve de acuerdo, fue sobre esta manera de reunir el dinero, porque ninguno de los alumnos que había visto podía pagar mil rublos al año. Si G. realmente había descubierto en el Oriente trazas visibles y tangibles de una ciencia oculta, y si continuaba sus búsquedas en esta dirección, era claro entonces que su obra necesitaba fondos, al igual que cualquier otro trabajo científico, como una expedición a cualquier parte desconocida del mundo, excavaciones en las ruinas de una ciudad desaparecida, o todo tipo de investigaciones, de orden tísico o químico, que requieran numerosos experimentos  minuciosamente preparados. No había ninguna necesidad de tratar de convencerme de todo esto. Yo pensaba, al contrario, que si G. me diese la posibilidad de conocer mejor lo que hacía, probablemente estaría capacitado para encontrarle todos los fondos que pudiese necesitar para poner su obra sólidamente en pie, y pensaba también traerle gente mejor preparada. Pero por supuesto, todavía no tenía más que una idea muy vaga de lo que podría ser su trabajo.
Sin decirlo abiertamente, G. me dio a entender que me aceptaría como uno de sus alumnos si yo expresara tal deseo. Le dije que en lo que a mí se refería, el mayor obstáculo consistía en que actualmente no me era posible quedarme en Moscú, porque estaba comprometido con un editor de San Petersburgo y que preparaba varias obras. G. me dijo que iba de vez en cuando a San Petersburgo; me prometió ir pronto allá y avisarme cuándo llegaría.
—Pero si me uno a su grupo, le dije, me encontraré ante un problema muy difícil. No sé si usted exige de sus alumnos la promesa de mantener en secreto todo lo que aprenden; yo no podría hacer semejante promesa. Dos veces en mi vida pude haberme unido a grupos cuyo trabajo, que me interesaba mucho, era análogo al suyo, según creo comprender. Pero en ambos casos, el unirme hubiese significado comprometerme a mantener secreto todo cuanto pudiera haber aprendido. Y en ambos casos rehusé, porque ante todo soy escritor; quiero permanecer absolutamente libre para decidir por mi mismo lo que escribiré y lo que no escribiré. Si me comprometo a mantener en secreto lo que me digan, quizá luego me sería muy difícil separarlo de lo que pudiera ocurrírseme sobre el tema, o de lo que surgiera en mí espontáneamente. Por ejemplo, no sé todavía casi nada acerca de sus ideas; sin embargo, estoy seguro de que cuando comencemos a hablar, llegaremos pronto a las cuestiones del espacio y del tiempo, de las dimensiones superiores, y así sucesivamente. Estas son cuestiones sobre las cuales he trabajado desde hace muchos anos. No tengo ninguna duda de que deben ocupar un lugar importante en su sistema. G. asintió.
—Ahora bien, usted ve que si habláramos ahora bajo promesa de silencio, yo no sabría a partir de ese momento lo que podría escribir, y lo que ya no podría escribir.
—Pero cómo ve usted este problema, entonces? me dijo G. No se debe hablar demasiado. Hay cosas que no se dicen sino a los alumnos.
—No podría aceptar esta condición sino temporalmente, dije. Naturalmente, sería ridículo ponerme a escribir en seguida sobre lo que habría aprendido de usted. Pero si usted no quiere en principio hacer un secreto de sus ideas, si usted se interesa sólo en que no sean transmitidas en forma distorsionada, entonces puedo aceptar tal condición, y esperar hasta tener una mejor comprensión de su enseñanza, Cierta vez conocí a un grupo de personas empeñadas en una serie de experimentos científicos sobre una escala muy amplia. No hacían ningún misterio de sus trabajos. Pero habían puesto la condición de que ninguno de ellos tendría derecho de hablar o escribir acerca de experimento alguno a menos que él mismo pudiese llevarlo a cabo. Mientras él mismo fuese incapaz de repetir el experimento, tendría que callarse.
—No pudría haber hecho una mejor formulación, dijo G., y si usted quiere observar esta ley, no surgirá jamás este problema entre nosotros.
—Hay condiciones para entrar en su grupo? le pregunté.
- :Y un hombre que participa, estaría atado desde entonces tanto al grupo como a usted? En otros términos, quiero saber si es libre de mirarse y abandonar el trabajo, o bien si debe tomar obligaciones definitivas sobre si. Y ¿qué hace usted con él si no las cumple?
—-No hay ninguna condición, dijo G., y no puede haberla.
Partimos del hecho que el hombre no se conoce a sí mismo, que no es (acentuó estas palabras), es decir que no es lo que puede y debería ser. Por esta razón no puede comprometerse, ni asumir ninguna obligación. No puede decidir nada en cuanto al futuro.
 Hoy es una persona, y mañana es otra. Desde luego, no está atado a nosotros en forma alguna, y, si quiere, puede abandonar el trabajo en cualquier instante y marcharse. No existe ninguna  obligación, ni en nuestra relación hacia él, ni en la suya respecto a nosotros.
“Puede estudiar, si esto le gusta. Tendrá que hacerlo por largo tiempo y trabajar mucho sobre sí mismo. Si un día llega a aprender lo suficiente, entonces la cosa será diferente. Verá por sí mismo si quiere o no nuestro trabajo. Si lo desea, podrá trabajar con nosotros; si no, puede irse. Hasta ese momento, es libre. Si se queda después de esto, será capaz de decidir o de hacer sus arreglos para el futuro.
“Por ejemplo, considere usted esto: no al comienzo, por cierto, sino más tarde, un hombre puede encontrarse en una situación en que al menos por un tiempo debe mantener en secreto algo que ha aprendido. ¿Cómo podría un hombre que no se conoce a sí mismo comprometerse a guardar un secreto? Naturalmente puede prometerlo, pero ¿podrá mantener su promesa? Ya que él no es uno, tiene en sí una multitud de hombres. Uno entre ellos promete y cree que quiere guardar el secreto. Pero mañana otro en él se lo dirá a su mujer o a un amigo frente a una botella de vino, o bien dejará que cualquier vivo le tire de la lengua, y él dirá todo aun sin darse cuenta. O bien alguien le gritará inesperadamente, y al intimidarlo, le hará hacer todo lo que quiera. ¿Qué tipo de obligaciones podría entonces asumir? No, con un hombre tal no hablaremos seriamente. Para ser capaz de guardar un secreto, un hombre debe conocerse y debe ser. Por eso, un hombre tal como lo son todos los hombres, está muy lejos de esto.
“Algunas veces, fijamos condiciones temporales para la gente. Es una prueba. Ordinariamente, muy pronto dejan de observarlas, pero esto no importa, porque nunca confiamos un secreto importante a un hombre en el cual no tenemos confianza. Quiero decir que para nosotros esto no importa, si bien destruye ciertamente nuestra relación con él, y él pierde así su oportunidad de aprender algo de nosotros, si es que hubiera algo que aprender. Esto también puede causar repercusiones desagradables para todos sus amigos personales, aunque quizás ellos no las esperen.”
Recuerdo que en una de mis conversaciones con G., en el curso de la primera semana en que nos conocimos, hablé de mi intención de regresar al Oriente.
—Vale la pena pensar sobre ello? le pregunté. ¿Y cree usted que pueda encontrar allí lo que busco?
—Está bien ir allá para un descanso, de vacaciones, dijo G., pero para lo que usted busca no vale la pena. Todo ello puede encontrarse aquí.”
Comprendí que estaba hablando de trabajar con él. Le pregunté:
—Pero, ¿no ofrecen ciertas ventajas las escuelas que se encuentran en el Oriente, en el seno de todas las tradiciones?”
Al contestar, G. desarrolló varias ideas que no comprendí sino mucho más tarde.
—Suponiendo que encontrase escuelas, usted no encontraría sino escuelas filosóficas, dijo. En la India hay sólo escuelas filosóficas. Hace mucho tiempo las cosas quedaron repartidas así:
en la India la “filosofía”, en Egipto la “teoría” y en la región que corresponde hoy a Persia, Mesopotamia y Turquestán, la “práctica”.
—Y ¿aún continúa eso en la misma forma? pregunté.
—En parte, aún hasta ahora, respondió. Pero usted no capta claramente lo que yo quiero decir por “filosofía”, “teoría” y “práctica”. Estas palabras no deben entenderse en el sentido ordinario.
“Hoy en día en el Oriente se encuentran sólo escuelas especiales; no hay escuelas generales. Cada maestro o gurú, es un especialista en alguna materia. Uno es astrónomo, otro escultor, un tercero es músico. Y los alumnos deben ante todo estudiar la materia que es la especialidad de su maestro, luego otra materia y así sucesivamente. Tomaría mil años estudiar todo.
—-Pero, ¿cómo estudió usted?
—-Yo no estaba solo. Entre nosotros había toda clase de especialistas. Cada uno estudiaba según los métodos de su ciencia particular. Luego, al reunimos compartíamos los resultados que habíamos obtenido.
—Y dónde están ahora sus compañeros?
G. guardó silencio por un tiempo y luego, mirando a lo lejos, dijo lentamente:
—Algunos han muerto, otros prosiguen sus trabajos, otros están enclaustrados.
Este término monástico, oído en el momento en que menos lo esperaba, me produjo un sentimiento de extraña incomodidad.
De repente me di cuenta de que G. estaba haciendo una especie de juego conmigo, como si deliberadamente tratara de lanzarme de vez en cuando una palabra que me pudiera interesar, y orientar mis pensamientos en una dirección definida.
Cuando traté de preguntarle más concretamente dónde había encontrado lo que sabía, de qué fuentes había extraído sus conocimientos y hasta dónde alcanzaban éstos, no me dio una respuesta directa.
—-Usted sabe, me dijo él, cuando usted partió para la India los diarios hablaron de su viaje y de sus búsquedas; entonces les di a mis alunmos la tarea de leer sus libros, de determinar por sí mismos quién era usted y de establecer sobre esta base lo que sería usted capaz de encontrar. Es así que cuando usted todavía estaba en camino, nosotros va sabíamos lo que encontraría.”
Un día le pregunté a G. sobre el ballet que había sido mencionado en los diarios bajo el nombre de “La Lucha de los Magos, del cual hablaba el relato titulado “Vislumbres de la Verdad. Le pregunté si este ballet tendría el carácter de un misterio.
—-Mi ballet no es un “misterio”, dijo G. Tenía en mente producir un espectáculo a la vez significativo y magnifico. Pero no he intentado poner en evidencia, ni subrayar, el sentido oculto.
“Ciertas danzas ocupan un lugar importante. Le explicare brevemente el porqué. Imagínese que para estudiar los movimientos de los cuerpos celestes, por ejemplo de los planetas del sistema solar, se construya un mecanismo especial a fin de darnos una representación animada y hacernos recordar las leyes de estos movimientos. En este mecanismo, cada planeta representado por una esfera de dimensión apropiada, está colocado a una cierta distancia de una esfera central que representa el sol, Una vez puesto en movimiento el mecanismo, todas las esferas comienzan a rotar al desplazarse a lo largo de las trayectorias que les habían sido asignadas, reproduciendo en forma visible las leyes que gobiernan los movimientos de los planetas. Este mecanismo le recuerda todo lo que usted sabe acerca del sistema solar. Hay algo análogo en el ritmo de ciertas danzas. Por los movimientos estrictamente definidos de los ejecutantes y sus combinaciones, se reproducen visualmente ciertas leyes que son inteligibles para aquellos que las conocen. Estas son las danzas llamadas “sagradas”. En el curso de mis viajes en el Oriente, muchas veces he sido testigo de tales danzas, ejecutadas en los antiguos templos durante los oficios divinos. Algunas de ellas están reproducidas en mi ballet. “Además la “Lucha de los Magos”, está basada en tres ideas.
Pero el público no las comprenderá jamás si represento este ballet en un escenario ordinario.” Lo que dijo G. luego me hizo comprender que éste no seria un ballet en el sentido estricto de la palabra, sino una serie de escenas dramáticas y mímicas ligadas por una intriga, todo esto acompañado de música y entremezclado con cantos y danzas. El nombre más apropiado para denominar esta serie de escenas habría sido el de revista, pero sin ningún elemento cómico. Las escenas importantes representaban la escuela de un “Mago Negro” y la de un “Mago Blanco, con los ejercicios de sus alunmos y los episodios de una lucha entre las dos escuelas. La acción debía situarse en el corazón de una ciudad oriental e incluir una historia de amor que tendría un sentido alegórico —-entrelazado todo con diversas danzas nacionales asiáticas, danzas derviches y danzas sagradas.
Me interesó particularmente cuando G. dijo que los mismos actores debían actuar y bailar en las escenas del “Mago Blanco” y en las del “Mago Negro; y que en la primera escena debían ser tan bellos y atrayentes, por ellos mismos y por sus movimientos, como deformes y feos en  la segunda.
—Compréndalo, dijo G., de esta manera podrán ver y estudiar todos los lados de sí mismos; este ballet tendrá entonces un inmenso interés para el estudio de sí.”
En esa época estaba bien lejos de poder darme cuenta de esto y me llamó la atención sobre todo cierta discrepancia.
—La noticia que yo había leído en el diario decía que este ballet se representaría en Moscú y que tomarían parte en él algunos bailarines célebres. ¿Cómo concilia usted esto con la idea del estudio de si? Estos no actuarán ni bailaran para estudiarse a sí mismos.
—Nada se ha decidido todavía, contestó G., y el autor de la noticia que usted ha leído no estaba bien informado. Quizás lo hagamos de una manera totalmente distinta. Sin embargo, lo que si es cierto es que aquellos que actúan en este ballet tendrán que verse a si mismos, quiéranlo o no.
——Y ¿quién está escribiendo la música?
—Eso no está decidido tampoco.”
G. no agregó nada. y no volví a oír hablar de este ballet por cinco años.
Un día, en Moscú, hablaba con G. acerca de Londres, adonde había estado algunos meses atrás por corto tiempo. Le hablaba de la terrible mecanización que invadía las grandes ciudades europeas y sin la cual era probablemente imposible vivir y trabajar en el torbellino de estos enormes “juguetes mecánicos”.
—-La gente se está convirtiendo en máquinas, dije, y no me cabe duda que un día se convertirán en máquinas perfectas. ¿Pero son capaces todavía de pensar? No lo creo. Si trataran de pensar, no serían tan buenas máquinas.
—-Sí, contestó G., es cierto, pero sólo en parte. La verdadera pregunta es ésta: ¿de qué mente se sirven en su trabajo? Si usan la mente adecuada, podrán pensar aún mejor en su vida activa en medio de las máquinas. Pero una vez más, con la condición de que usen la mente adecuada.”
No comprendí lo que G. quería decir por “mente adecuada” y sólo mucho más tarde llegué a comprenderlo.
—En segundo lugar, continuó él, la mecanización de que usted habla no es peligrosa en absoluto. Un hombre puede ser un hombre —recalcó esta palabra— aun trabajando con máquinas. Hay otra clase de mecanización muchísimo más peligrosa:
ser uno mismo una máquina. ¿Nunca ha pensado usted en el hecho de que todos los hombres son ellos mismos máquinas?
—Sí, dije, desde un punto de vista estrictamente científico. todos los hombres son máquinas gobernadas por influencias exteriores. Pero la cuestión está en saber si se puede aceptar totalmente el punto de vista científico.
—Científico o no científico, me da lo mismo, dijo G. Quiero que comprenda lo que digo. Mire! Toda esa gente que usted ve —señaló la calle— son simplemente máquinas, nada más.
—Creo comprender lo que usted quiere decir, dije. Y a menudo he pensado cuan pocos son en el mundo los que pueden resistir a esta forma de mecanización y elegir su propio camino.
—iEste es justamente su más grave error! dijo G. Usted cree que algo puede escoger su propio camino o resistir a la mecanización; usted cree que todo no es igualmente mecánico.
—iPero por supuesto que no! exclamé yo. El arte, la poesía, el pensamiento, son fenómenos de un orden totalmente distinto.
—-Exactamente del mismo orden, dijo G. Estas actividades son exactamente tan mecánicas como todas las demás. Los hombres son máquinas, y de las máquinas no puede esperarse otra cosa que acciones mecánicas.
—-Muy bien, le dije, pero ¿no hay quienes no sean máquinas?
 —-Puede que los haya, dijo G. Pero usted no los puede ver. Usted no los conoce. Esto es lo  que quiero hacerle comprender.”
No dejó de extrañarme que insistiera tanto sobre este punto. Lo que decía me parecía evidente e incontestable. Sin embargo, nunca me habían gustado las metáforas tan breves que pretenden decirlo todo. Siempre omiten las dferencias. Por mi parte, siempre había sostenido que lo más importante son las diferencias y que, para comprender las cosas, era necesario ante todo considerar los puntos en que difieren. De modo que me pareció extraño que G. insistiera tanto sobre una verdad que me parecía innegable, siempre y cuando no se hiciera de ella algo absoluto y se le reconocieran algunas excepciones.
—Las personas se asemejan muy poco entre sí, dije. Considero imposible meterlos a todos en el mismo saco. Hay salvajes, hay personas mecanizadas, hay intelectuales, hay genios.
—-Nada más exacto, dijo G. Las personas son muy diferentes, pero usted ni conoce, ni puede ver la diferencia real entre ellas. Usted habla de diferencias que sencillamente no existen. Esto debe ser comprendido. Todas las personas que usted ve, que usted conoce, que usted puede llegar a conocer, son máquinas, verdaderas máquinas que solamente trabajan bajo la presión de influencias exteriores, como usted mismo lo ha dicho. Nacen máquinas y como máquinas mueren. ¿Qué tienen que ver con esto los salvajes y los intelectuales? Ahora mismo, en este preciso momento, mientras hablamos, varios millones de máquinas se esfuerzan en aniquilarse unas a otras. ¿En qué difieren, entonces? ¿Dónde están los salvajes, y dónde los intelectuales? Todos son iguales...
“Pero es posible dejar de ser máquina. Es en esto en lo que usted debería pensar y no en las distintas clases de máquinas. Por supuesto que las máquinas difieren; un automóvil es una máquina, un gramófono es una máquina y un fusil es una máquina. ¿Y esto qué cambia? Es lo mismo, siempre son máquinas.”
Esta conversación me recuerda otra.
—-Qué piensa usted de la psicología moderna? le pregunté un día a G., con la intención de llegar al tema del psicoanálisis, del cual yo había desconfiado desde el primer día.
Pero G. no me permitió llegar tan lejos.
-Antes de hablar de psicología, dijo él, debemos comprender claramente de qué trata esta ciencia y de qué no trata. El verdadero objeto de la psicología es la gente, los hombres, los seres humanos. ¿Qué psicología —-recalcó la palabra—- puede haber cuando no se trata sino de máquinas? Para el estudio de las máquinas lo que se necesita es la mecánica y no la psicología. Por eso comenzamos por el estudio de la mecánica. El camino que lleva a la psicología es aún muy largo.
—Puede un hombre dejar de ser una máquina? pregunté.
—-Ah! Esa es la pregunta, dijo G. Si usted hubiera planteado tales preguntas más a menudo, quizá nuestras conversaciones nos hubieran podido llevar a alguna parte. Sí, es posible dejar de ser una máquina, pero para esto es necesario, ante todo, conocer la máquina. Una máquina, una verdadera máquina, no se conoce a sí misma, y no puede conocerse. Cuando una máquina se conoce, desde ese instante ha dejado de ser una máquina; por lo menos, ya no es la misma máquina que antes. Ya comienza a ser responsable de sus acciones.
—-Según usted, esto significa que un hombre no es responsable de sus acciones? pregunté.
—-Un hombre —-recalcó esta palabra—- es responsable. Una máquina no es responsable.” En oirá oportunidad, le pregunté a G.:
—-En su opinión, ¿cuál es la mejor preparación para estudiar su método? Por ejemplo, ¿es útil estudiar lo que se llama literatura “oculta” o “mística”?”
Al decirle esto, tenía en mente en forma particular el “Tarot” y toda la literatura referente al Tarot.
—-Sí, dijo G. Se puede encontrar mucho por medio de la lectura. Por ejemplo, considere su caso: ya podría usted conocer bien las cosas, si supiese leer. Quiero decir: si usted hubiese comprendido todo lo que ha leído en su vida, ya tendría el conocimiento de lo que ahora  busca. Si hubiese usted comprendido todo lo que está escrito en su propio libro, ¿cuál es su título? —chapurreó en una forma completamente imposible las palabras: “Tertium Organum”[2]- yo vendría a inclinarme ante usted y a suplicarle que me enseñara. Pero usted no comprende, ni lo que lee, ni lo que escribe. Ni siquiera comprende lo que significa la palabra comprender. Sin embargo, la comprensión es lo esencial, y la lectura no puede ser útil sino a condición de comprender, lo que se lee. Pero desde luego que ningún libro puede dar una preparación verdadera. Por lo tanto es imposible decir cuáles libros son los mejores. Lo que un hombre conoce bien —acentuó la palabra “bien”— eso es una preparación para él. Si un hombre sabe bien cómo hacer café o cómo hacer bien un par de botas, entonces ya se puede hablar con él. El problema estriba en que nadie sabe nada bien. Todo se conoce no importa cómo, de una manera completamente superficial.”
Este era otro de los giros inesperados que G. daba a sus explicaciones. Además de su sentido ordinario, sus palabras siempre contenían otro sentido totalmente diferente. Pero yo entreveía ya que para descifrar este sentido oculto, era necesario comenzar por captar el sentido usual y sencillo. Las palabras de G., tomadas en la forma más simple del mundo, estaban siempre llenas de sentido, pero tenían también otras significaciones. La significación más amplia y más profunda permanecía velada durante mucho tiempo.
Ha quedado grabada en mi memoria otra conversación. Le preguntaba a G. lo que debería hacer un hombre para asimilar su enseñanza.
—Lo que debe hacer? exclamó como si esta pregunta lo sorprendiera. Es incapaz de hacer nada. Ante todo, él debe comprender ciertas cosas. Tiene miles de ideas falsas y de concepciones falsas, sobre todo acerca de si mismo, y si algún día quiere adquirir algo nuevo, debe comenzar por liberarse por lo menos de algunas de ellas. De otra manera lo nuevo sería construido sobre una base falsa y el resultado sería aun peor.
—Cómo puede un hombre liberarse de las ideas faltas? pregunté. Dependemos de las formas de nuestra percepción. Las ideas falsas se producen debido a las formas de nuestra percepción.”
G. negó con la cabeza, y dijo:
—Nuevamente habla usted de otra cosa. Usted habla de errores que provienen de las percepciones, pero no se trata de esto. Dentro de los límites de las percepciones dadas, se puede errar en mayor o menor grado. Como ya lo he dicho, la suprema ilusión del hombre es su convicción de que puede hacer. Toda la gente piensa que puede hacer, toda la gente quiere hacer, y su primera pregunta se refiere siempre a qué es lo que tiene que hacer. Pero a decir verdad, nadie hace nada y nadie puede hacer nada. Es lo primero que hay que comprender. Todo sucede. Todo lo que sobreviene en la vida de un hombre, todo lo que se haré a naves de él, todo lo que viene de él —todo esto sucede. Y sucede exactamente como la lluvia cae porque la temperatura se ha modificado en las regiones superiores de la atmósfera, sucede como la nieve se derrite bajo los rayos del sol, como el polvo se levanta con el viento.
“El hombre es una máquina. Todo lo que hace, todas sus acciones, todas sus palabras, sus pensamientos, sentimientos, convicciones, opiniones y hábitos son el resultado de influencias exteriores, de impresiones exteriores. Por sí mismo un hombre no puede producir un solo pensamiento, una sola acción. Todo lo que dice, hace, piensa, siente, todo esto sucede. El hombre no puede descubrir nada, no puede inventar nada. Todo sucede.
“Para establecer este hecho, para comprenderlo, para convencerse de su verdad, es necesario liberarse de miles de ilusiones sobre el hombre, sobre su ser creador, sobre su capacidad de organizar conscientemente su propia vida, etc., etc. Nada de esto existe. Todo sucede: los movimientos populares, las guerras, las revoluciones, los cambios de gobierno, todo esto sucede. Y sucede exactamente de la misma manera que todo sucede en la vida del hombre como individuo. El hombre nace, vive, muere, construye casas, escribe libros, no como él lo  quiere, sino como esto sucede. Todo sucede, el hombre no ama, no odia, no desea todo esto sucede.
“Pero ningún hombre le creerá jamás si usted le dice que él no puede hacer nada. Nada se le puede decir a la gente que le sea más desagradable ni más ofensivo. Es particularmente desagradable y ofensivo porque es la verdad y porque nadie quiere conocer la verdad.
“Si usted lo comprende, nos será más fácil hablar. Pero una cosa es captar con el intelecto que el hombre no puede hacer nada, y otra es sentirlo “con toda su masa”, estar realmente convencido que es así, y no olvidarlo jamás.
“Esta cuestión de hacer (G. recalcó cada vez esta palabra) hace surgir además otra cuestión. A la gente le parece siempre que los otros nunca hacen nada como debiera ser, que los demás hacen todo al revés. Invariablemente cada uno piensa que podría hacerlo mejor. Ninguno comprende, ni siente la necesidad de comprender que lo que actualmente se hace de cierta manera —y sobre todo lo que ya ha sido hecho—- no puede ni podía haber sido hecho de otra manera. ¿Ha notado usted cómo hablan todos de la guerra? Cada uno tiene su propio plan y su propia teoría. Cada uno opina que no se hace nada como debería hacerse. Sin embargo, en realidad, todo se hace de la única manera posible.
Si tan sólo una cosa pudiera hacerse diferentemente, todo podría llegar a ser diferente. Y entonces quizá no hubiera habido guerra.
“Trate de comprender lo que digo: todo depende de todo, todo está relacionado, no hay nada separado. Por lo tanto, todos los acontecimientos siguen el único camino que pueden tomar. Si la gente pudiera cambiar, todo podría cambiar. Pero son lo que son y por lo tanto las cosas también son lo que son.”
Esto era muy difícil de tragar.
——No hay nada, absolutamente nada, que pueda hacerse?
pregunté.
—Absolutamente nada.
—Y nadie puede hacer nada?
—-Eso ya es otro asunto. Para hacer hay que ser. Y ante todo hay que comprender lo que esto significa: ser. Si continuamos estas conversaciones, usted verá que nos servimos de un lenguaje especial y que para ser capaz de hablar entre nosotros, hay que aprender este lenguaje. No vale la pena hablar en la lengua ordinaria porque en esta lengua es imposible comprenderse. Esto le sorprende. Pero así es. Para llegar a comprender es necesario aprender otro lenguaje. En el lenguaje que habla la gente, no puede comprenderse. Usted verá más tarde por qué esto es así.
“Luego uno debe aprender a decir la verdad. Esto también le parece extraño; usted no se da cuenta que hay que aprender a decir la verdad. Le parece que bastaría desearlo o decidir hacerlo. Y yo le digo a usted que es relativamente raro que la gente diga una mentira en forma deliberada. En la mayoría de los casos creen que dicen la verdad. Y sin embargo mienten todo el tiempo, tanto cuando quieren mentir como cuando quieren decir la verdad. Mienten continuamente, se mienten a sí mismos y mienten a los demás. Como consecuencia, nadie comprende a los otros ni se comprende a sí mismo. Piénselo, ¿podría haber tantas discordias, tantos malentendidos profundos, y tanto odio hacia el punto de vista o hacia la opinión de otro, si la gente fuera capaz de comprenderse? Pero no pueden comprenderse porque no pueden dejar de mentir. Decir la verdad es la cosa más difícil del mundo; habrá que estudiar mucho y durante largo tiempo, para un día poder decir la verdad. El deseo por sí solo, no basta. Para decir la verdad, hay que llegar a ser capaz de conocer lo que es verdad y lo que es mentira, ante todo en si mismo. Pero esto es lo que nadie quiere saber.” ** *
Las conversaciones con G. y el giro imprevisto que le daba a cada idea me interesaban cada día más; pero tenía eme irme a San Petersburgo.
Recuerdo mí última conversación con él. Le había agradecido su consideración para conmigo, y sus explicaciones que, como ya lo había visto, habían cambiado muchas cosas para mí.
—Sin embargo, le dije, lo mas importante son los hechos. Si pudiera ver hechos reales, auténticos, de naturaleza nueva y desconocida, solo ellos me convencerían de que estoy en el buen camino.”
Seguía pensando todavía en los “milagros”.
—Habrá hechos, me dijo G. Se lo prometo. Pero no se puede comenzar por allí.”
 En aquel entonces, no comprendí que quería decir, sólo lo comprendí mas tarde, cuando G., manteniendo su palabra, me puso realmente delante de “hechos”. Pero esto no debía producirse sino un año y medio más tarde, en agosto de 1916.
De nuestras últimas conversaciones en Moscú, guardo todavía el recuerdo de ciertas palabras pronunciadas por G., las cuales sólo mas tarde llegaron a ser inteligibles para mí. Me habló de un hombre que una ve;’ había conocido estando con él. y de sus relaciones con ciertas personas.
—-Es un hombre débil, me dijo. Las personas se sirven de el, inconscientemente por supuesto. Y esto es así, porque él las considera. Si no las considerase, todo seria distinto, y ellas mismas serían distintas.”
Me pareció extraño que un hombre no tuviera que considerar al prójimo.
—-Que quiere usted decir con esta palabra: considerar? le pregunté. A la vez, lo comprendo y no lo comprendo. Esa palabra tiene significaciones muy diferentes.
 —-Es lodo lo contrario, dijo G. Esa palabra no tiene sino una significación. Trate de pensar en ello.”
 Algún tiempo después, comprendí lo que G llamaba consideración. Y me di cuenta del lugar enorme que ocupa en nuestra vida y de todo lo que proviene de ella. G. llamaba “consideración” a la actitud que crea una esclavitud interior, una dependencia interior. Después tuvimos muchas ocasiones de volver a hablar sobre ello.
Recuerdo otra conversación sobre la guerra. Estábamos sentados en el caté Philipov, en la Tverskaya. Estaba atestado de gente muy bulliciosa. La especulación y la guerra creaban una atmósfera febril y desagradable. Incluso yo había rehusado concurrir a este café. Pero G. había insistido, y como siempre ocurría con él, yo había cedido. Ya para entonces había comprendido que algunas veces, deliberadamente, él creaba situaciones que harían más difícil la conversación, como si me quisiera pedir un esfuerzo adicional y un acto de sumisión a condiciones penosas e incómodas en aras de hablar con él. Pero esta vez el resultado no fue muy brillante; el ruido era tal que no llegué a oír las cosas más interesantes. Al comienzo comprendí sus palabras. Pero el hilo se me escapaba poco a poco. Después de haber hecho varias tentativas por seguir lo que estaba diciendo, de lo cual sólo me llegaban palabras aisladas, finalmente dejé de escuchar y simplemente me puse a observar cómo hablaba. La conversación había comenzado con mi pregunta:
 —-Pueden detenerse la guerras?” Y G. había contestado:
——Sí, es posible.”
Sin embargo, debido a nuestras conversaciones anteriores, yo creí estar seguro de que respondería: “No, es imposible”. —-Pero todo está en la pregunta: ¿cómo? —- continuó. Hay que saber mucho para comprenderlo. ¿Qué es una guerra? La guerra es un resultado de influencias planetarias. En alguna parte, allá arriba, dos o tres planetas se han acercado demasiado, y resulta una tensión. ¿Ha notado cómo se tensa usted cuando un hombre lo roza en una vereda estrecha? Entre los planetas se produce la misma tensión. Para ellos quizá esto no dura sino uno o dos segundos. Pero aquí, sobre la tierra, la gente comienza a matarse y continúa la matanza durante años. En todo este tiempo les parece que se odian los unos a los otros; o quizá que es su deber  destrozarse por algún propósito sublime; o bien que deben defender algo o a alguien y que es muy noble hacerlo: o cualquier cosa por el estilo. Son incapaces de darse cuenta hasta qué punto son simples peones sobre un tablero de ajedrez. Se atribuyen importancia; se creen libres de ir y venir a su antojo; piensan que pueden decidir el hacer esto o aquello. Pero en realidad, todos sus movimientos, todas sus acciones, son el resultado de influencias planetarias. Por sí mismos no tienen ninguna importancia. Quien tiene el papel importante es la luna. Pero hablaremos de la luna más adelante. Basta comprender que ni el emperador Guillermo, ni los generales, ni los ministros, ni los parlamentos, tienen significación alguna, ni hacen nada. En una gran escala, todo lo que sucede está regido desde el exterior, sea por combinaciones accidentales de influencias, sea por leyes cósmicas generales.
Esto es lo que oí. Sólo mucho más tarde comprendí que en aquel entonces él había querido explicarme cómo las influencias accidentales pueden ser desviadas o transformadas en algo relativamente inofensivo. Había aquí una idea realmente interesante, que se refería a la significación esotérica de los sacrificios. Pero en todo caso, esta idea actualmente sólo tiene valor histórico y psicológico. Lo más importante —que había dicho de manera casual, en tal forma que yo no le presté atención en el momento mismo y no me acordé sino más tarde, tratando de reconstruir la conversación—- era lo que se refería a la diferencia de los tiempos para los planetas y para el hombre.
Pero, aun cuando lo recordé, por mucho tiempo no llegué a comprender la significación plena de esta idea. Más tarde se me presentó como algo fundamental.
Más o menos por esta misma época tuvimos una conversación sobre el sol, los planetas y la luna. Aunque me impresionó vivamente, he olvidado cómo comenzó. Pero me acuerdo que habiendo dibujado G. un pequeño diagrama, trataba de explicarme lo que él llamaba la correlación de las fuerzas en los diferentes mundos. Esto se refería a lo que había dicho anteriormente de las influencias que actúan sobre la humanidad. La idea, a grosso modo, era la siguiente: la humanidad, o más exactamente, la vida orgánica sobre la tierra, está sometida a influencias simultáneas, provenientes de fuentes variadas y de mundos diversos: influencias de los planetas, influencias de la luna, influencias del sol, influencias de las estrellas. Ellas actúan todas al mismo tiempo, pero con el predominio de una u otra según el momento. Para el hombre existe cierta posibilidad de elegir influencias; dicho de otra manera, pasar de una influencia a otra.
—-El explicar cómo, requeriría un desarrollo demasiado largo, dijo G. En otra ocasión hablaremos de esto. Por el momento quisiera que comprendiera lo siguiente: es imposible liberarse de una influencia sin someterse a otra. Toda la dificultad, todo el trabajo sobre sí, consiste en elegir la influencia a la que usted se quiere someter, y en caer realmente bajo esta in-fluencia. Con este fin, es indispensable que usted sepa prever la influencia que le será más provechosa.”
Lo que me había interesado en esta conversación era que G. había hablado de los planetas y de la luna como de seres vivientes, que tienen una edad definida, un período de vida igualmente definido y posibilidades de desarrollo y de transición a otros planos de ser. De sus palabras resultaba que la luna no era un “planeta muerto, como se admite generalmente, sino por el contrario era un “planeta en estado naciente, un planeta en su primerísimo estado de desarrollo, que no había alcanzado aún el “grado de inteligencia que posee la tierra, para usar sus propios términos.
—-La luna crece y se desarrolla, dijo G., y quizá, algún día, llegará al mismo grado de desarrollo que la tierra. Entonces, cerca de ella aparecerá una nueva luna y la tierra devendrá para ambas su sol. Hubo un tiempo en que el sol era como es hoy la tierra, y la tierra, como la luna actual. En tiempos más lejanos aún, el sol era una luna.”
 Esto atrajo inmediatamente mi atención. Nunca me había parecido nada más artificial, más sospechoso, más dogmático, que todas las teorías habituales sobre el origen de los planetas y  de los sistemas solares, comenzando por la de Kant-Laplace hasta las más recientes, con todos sus cambios y añadiduras. El gran público considera estas teorías, o por lo menos la última que ha conocido, como científicamente comprobadas. Pero en realidad nada es menos científico, nada está menos comprobado. Por lo tanto el hecho de que el sistema de G. admitía una teoría totalmente diferente, una teoría orgánica originada en principios enteramente nuevos y revelando un orden universal diferente, me pareció sumamente interesante e importante.
—,Cuál es la relación entre la inteligencia de la tierra y la del sol? le pregunté.
—La inteligencia del sol es divina, respondió G. No obstante, la tierra puede llegar a la misma altura; pero naturalmente en esto no hay nada seguro: la tierra puede morir sin haber llegado a nada.
—De qué depende esto? La respuesta de G. fue sumamente vaga.
—Hay un periodo definido, dijo, durante el cual pueden realizarse ciertas cosas. Si al final del tiempo prescrito lo debido no ha sido hecho, entonces la tierra puede perecer sin haber llegado al grado que hubiera podido alcanzar.
 -¿Se conoce este plazo?
—Sí, se conoce, dijo G., pero la gente no ganaría nada con saberlo. Esto sería aún peor. Algunos lo creerían, otros no, y aun otros pedirían pruebas. Luego comenzarían a romperse la cabeza. Siempre todo termina así entre la gente.”
Por la misma época, en Moscú tuvimos varias conversaciones interesantes sobre el arte. Guardaban relación con el relato que había sido leído la primera noche que vi a G.
—Por el momento, dijo él, usted no comprende todavía que los hombres pueden pertenecer a niveles muy diferentes, sin tener el menor asomo de diferencia. Así como hay diferentes niveles de arte, también hay diferentes niveles de hombres. Pero hoy usted no ve que la diferencia entre estos niveles es mucho más grande de lo que supone. Usted coloca todo sobre un mismo plano, yuxtapone las cosas más diferentes, y se imagina que los diferentes niveles le son accesibles.
“Todo lo que usted llama arte no es sino reproducción mecánica, imitación de la naturaleza
cuando no es de otros “artistas” ——, simple fantasía, hasta ensayos de originalidad: todo esto no es arte para mí. El arte verdadero es completamente distinto. En ciertas obras de arte, en particular en las obras más antiguas, uno queda fuertemente impresionado por muchas cosas que no se pueden explicar, y que no se encuentran en las obras de arte modernas. Pero como uno no comprende cuál es la diferencia, la olvida muy rápido y continúa englobando, o todo bajo la misma etiqueta. Y sin embargo, la diferencia entre su arte y el arte del que yo hablo es enorme. En su arte, todo es subjetivo —-la percepción que tiene el artista de tal o cual sensación, las formas en las cuales trata de expresarla, y la percepción que tienen los demás de estas formas. Frente al mismo fenómeno, un artista puede sentir de cierta manera y otro artista de manera muy diferente. La misma puesta de sol puede provocar una sensación de alegría en uno, y de tristeza en el otro. Y pueden tratar de expresar la misma percepción por medio de métodos o formas sin relación entre sí; o bien, percepciones muy diversas bajo una misma forma —— de acuerdo a la enseñanza que han recibido o en oposición a ella. Los espectadores, los oyentes o los lectores percibirán, no lo que el artista quiso comunicarles, ni lo que él sintió, sino lo que las formas en que expresó sus sensaciones, les harán experimentar por asociación. Todo es subjetivo y todo es accidental, es decir, basado en asociaciones —— las impresiones accidentales del artista, su “creación” (acentuó la palabra creación) y las percepciones de los espectadores, de los oyentes, o de los lectores.
“Por el contrario, en el arte verdadero no hay nada accidental. Todo es matemático. Todo puede ser calculado y previsto de antemano. El artista sabe y comprende el mensaje que quiere transmitir y su obra no puede producir cierta impresión en un hombre y otra totalmente diferente en otro; naturalmente, que a condición de tomar personas de un mismo nivel. Su  obra producirá siempre, con certeza matemática, la misma impresión.
Sin embargo, la misma obra de arte producirá efectos diferentes en hombres de diferentes niveles. Y jamás los de un nivel inferior sacarán tanto de ella como los de un nivel más elevado. Este es el arte verdadero, objetivo. Tome por ejemplo una obra científica, un libro de astronomía o de química. No puede ser comprendido de dos maneras: todo lector suficientemente preparado comprenderá lo que el autor ha querido decir y lo comprenderá precisamente en la forma en que al autor ha querido ser comprendido. Una obra de arte objetivo es exactamente similar a uno de estos libros, con la única diferencia de que ésta se dirige a la emoción del hombre y no a su cabeza.
—Existen en nuestros días obras de arte de este género? pregunté.
—Naturalmente que existen, respondió G. Una de ellas es la gran Esfinge de Egipto, lo mismo que ciertas obras arquitectónicas conocidas, ciertas estatuas de dioses y aún muchas otras cosas. Ciertas figuras de dioses o de héroes mitológicos pueden leerse como libros, no con el pensamiento, lo repito, sino con la emoción, siempre que ésta se halle suficientemente desarrollada. Durante nuestros viajes por el Asia Central, encontramos en el desierto, al pie del Hindu Kush, una curiosa escultura que de primera intención creímos representaba a un antiguo dios o a un demonio. Al principio no nos dio sino una impresión de extrañeza. Pero muy pronto comenzamos a sentir el contenido de esta figura: era un gran y complejo sistema cosmológico. Poco a poco, paso a paso, fuimos descifrando este sistema: estaba inscrito en su cuerpo, en sus piernas, en sus brazos, en su cabeza, en su cara, en sus ojos, en sus orejas y por todas partes. Nada había sido dejado al azar en esta estatua, nada estaba desprovisto de significación. Gradualmente, se aclaró para nosotros la intención de los hombres que la habían erigido. A partir de este momento pudimos sentir sus pensamientos, sus sentimientos. Entre nosotros algunos creían ver sus caras y oír sus voces. En todo caso, habíamos captado el sentido de lo que querían transmitirnos a través de miles de años, y no sólo este sentido sino todos los sentimientos y emociones conectados con él. Esto sí que era verdadero arte.
Me interesó muchísimo lo que G. había dicho sobre el arte. Su principio de división entre arte subjetivo y arte objetivo evocaba mucho para mí. No comprendía aún todo lo que ponía en sus palabras. Pero siempre había sentido en el arte ciertas divisiones y gradaciones que no podía llegar a definir ni a formular y que ninguna otra persona había formulado nunca. No obstante, yo sabía que estas divisiones y gradaciones existían. De tal modo que todas las discusiones sobre el arte que no las admitieran me parecían frases huecas, sin sentido e inútiles. Gracias a las indicaciones que G. me había dado de los diferentes niveles que no llegamos a ver ni a comprender, sentía que debía existir una vía de acceso a esta misma gradación que yo había sentido, pero que no había podido definir.
En general, me asombraron muchas de las cosas dichas por G. Había allí ideas que no podía aceptar y que me parecían fantásticas, sin fundamento. Otras, por el contrario, coincidían extrañamente con lo que yo mismo había pensado, o reafirmaban los resultados a los que había llegado hacía mucho tiempo. Sobre todo, estaba interesado en la contextura de todo lo que él había dicho. Sentía ya que su sistema no era una marquetería como lo son todos los sistemas filosóficos y científicos, sino un todo indivisible, del que hasta ahora yo no había visto sino algunos aspectos.
Tales eran mis pensamientos en el tren nocturno que me llevaba de Moscú a San Petersburgo. Me preguntaba si verdaderamente había encontrado lo que buscaba. ¿Era posible que G. conociese efectivamente lo que era indispensable conocer para pasar de las palabras o de las ideas a los actos, a los hechos? Aún no estaba seguro de nada y no hubiera podido formular nada con precisión. Pero tenía la íntima convicción de que ya algo había cambiado para mí y que ahora todo iba a tomar un camino diferente.


NOTAS

* En el curso de los viajes por Europa, Egipto y Oriente que hizo P. D. Ouspensky en busca de una enseñanza que resolviera para él el problema de las relaciones del Hombre con el Universo, llegó a conocer a G. I. Gurdjieff y a ser su alumno.
Bajo la inicial “G” es de Gurdjieff de quien se trata a lo largo de todo el libro.
FRAGMENTOS DE UNA ENSEÑANZA DESCONOCIDA es el relato de ocho años de trabajo pasados por Ouspensky cerca de Gurdjieff.
P. D. Ouspensky murió en Londres en octubre de 1947. G. I. Gurdjieff murió en octubre de 1949 en París, después de haber dado pleno consentimiento para la publicación de este libro.
1. Esto se refiere a un pequeño libro que tenia en mi infancia. Se llamaba “Absurdos Obvios” y pertenecía a la “Pequeña Colección Stupir”. Era un libro de imágenes tales como: un hombre cargando una casa sobre sus espaldas, un carruaje con ruedas cuadradas, etc. Este libro me había impresionado mucho en aquel entonces, porque allí se encontraban numerosas imágenes cuyo carácter absurdo yo no podía descubrir. Se asemejaban exactamente a las cosas ordinarias de la vida. Luego comencé a pensar que este libro ofrecía, de hecho, cuadros de la vida real, porque cuando seguí creciendo me convencí más y más de que una la vida no está echa sino de “absurdos obvios”. Mis experiencias ulteriores no hicieron sino confirmar esta convicción.
2. Titulo de una obra de Ouspensky (Ed. inglesa 1922).

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